miércoles, 14 de diciembre de 2011

Andrea

Brisa

         infanta

  que

              interroga

                al

                                    mar...

lunes, 12 de diciembre de 2011

Marion Naccache filma en Coney Island

Marion Naccache filma en Coney Island



Marion Naccache es una mujer gentil.

Su gentileza no es un adorno de superficial cordialidad, no es  un gesto del común y domesticado buen trato.

Su fineza es una aventura osada de servicio, una ascesis moral para que la vida de los otros esplenda.

Porque Marion cree que los otros importan, que las vidas todas están cargadas de dignidad y de belleza.

Asume que los actos de los otros importan, por más nimios que su textura cotidiana los presente.

Nimiedad: belleza chispeante de la vida a ras de tierra.

Marion Naccache es una cineasta.

Es una artista habitada por la necesidad de mirar, una joven retada por el llamado de testimoniar con las imágenes la dignidad originaria de hombres y mujeres.

Hombres y mujeres que parecen no percatarse de su dulce y poderosa chispa primera.

Hombres y mujeres inconsciente, e irrenunciablemente, plenos de una dignidad que se dice sin estridencias, pero que suena fuerte.

Vidas de aquellas y aquellos, que aun dueños de nombre propio, son anónimos.

Marion es una cineasta que para mirar escucha y que para mejor oír, cortésmente, se adelgaza.

Se desocupa a sí misma para que los otros extiendan las danzas cotidianas de sus actos.

La imagino arribando al sitio al que la conduce su empatía –al humano y cotidiano teatro del mundo- cargando cuidadosa su tripié, su cámara, su amabilidad y su oído.

La imagino aposentar su presencia de testigo en la disciplina de la no irrupción. A fuerza de cortés su mirada no disturba, acompaña.  

¿Será que para testimoniar Marion se queda sin peso y se torna invisible?

Marion: el ojo que escucha, el oído que mira, la piel que vibra con la disposición a la empatía.

La imagino encuadrando con paciencia, obstinada en la consecución de un plano equilibrado y amplio –una toma general- que le permita captar el despliegue vital de sus protagonistas.

Porque a Marion la conmueven las danzas de los elementales actos cotidianos.

Esos que en su aparente inmediatez abren ventanas y puertas en la densidad apretada de la indiferencia.

Marion está incapacitada para la indiferencia.

Ella busca captar los actos humanos en un marco visual definido y sosegado.

Se afana en una demarcación respetuosa, que en tanto que elegante, revele la belleza de las acciones simples de los ciudadanos anónimos.

Su mirada nos enuncia dignificando.

Marion cineasta se hace un oído en el que resuenan las espirales en despliegue de los actos.

Despliegue: lienzo extendido de las existencias particulares en el océano del espacio.

Espacio: territorio pasional de los encuentros y sus avatares.

Sus protagonistas: niños, niñas, muchachas, muchachos, señores, señoras, ancianas y ancianos ocupados en pulir la piedra elemental de su alegría.

Días de asueto en Coney Island.

Retorno a las experiencias de las acciones y las energías primeras: saltar, girar, abismarse. Delirio del chisporrotear de la energía magnificado por la catapulta de las máquinas.

Coney Island y los “juegos”. Los juegos: intensificada sabiduría corporal de la infancia.

Infancia: compromiso elemental, indubitable, con la alegría porque para sonreír –aunque lloremos- hemos nacido.

La risa es el bullicio del ser (lo que en las noches silenciosas Levinas escuchaba), el marco de todas las acciones, la caja de resonancias de la guitarra de los días.

Marion Naccache captura en volumen alto el bullicio sonriente de los actos: gritos, canciones, pasos sobre los entarimados, sonrisas, estridencias, susurros, quizá quejas.

Bullicio de los ciudadanos a su infancia de juegos transportados.

El ruido: río continuo del escándalo humano.

Nosotros: los animales solitarios que sólo muertos se callan.

Por eso, en la noche, sin la humana savia sonora, los juegos de Coney Island se yerguen como un bosque cristalizado de tristeza.

Escándalo: los ciudadanos juegan.

La dicha: laberinto plateado de la risa pero no de la ingenuidad.

Porque esos ciudadanos infantes, sonrientes y quizá inocentes, son capaces de crueldad.

Marion retrata a un niño y a un hombre maduro que responden a la invitación de “disparar sobre blancos humanos”.

Juego “inocente” de la “simple” violencia: impensado aventurarse en la inclinación al mal.

Dilema fundacional en el paraíso urbano de Coney Island: dañar o procurar.

Marion Naccache no caza, no hiere. Ella escucha, testimonia, ha elegido imposibilitarse para dañar.

Marion cineasta da cuenta de la bondad de la melodía primera. La que nos canta, y entonamos, aunque la ignoremos.

¿Será que Marion escucha con la mirada de su corazón?



                                                                                                Río de Janeiro-México 








domingo, 20 de noviembre de 2011

En México, D.F.

(Apenas concluido, releeo el texto anterior –En Lima- y me mal sorprendo: ¿esa insistencia en mi fineza de trato hacia Laura no quiere ocultar la violencia que significa hacer público lo privado? ¿más allá de todas las razones de la ética y la micropolítica no se esconden racionalizaciones, es decir, ficciones conceptualizadas? Le pido una disculpa y me demando escribir un texto sobre las mezquindades o errores o angustias que me constan: las propias. Y luego de haber escrito este nuevo texto, cerraré el ciclo. Un año de lamentos conceptualizados es bastante. Le deseo toda la felicidad que su persona valiosa merece. Me deseo también inteligencia y felicidad).

¿Pero, Javier Contreras Villaseñor, qué es lo que se te oculta detrás de tanto dolor y tanto énfasis puesto en el asunto de la ética en el caso de la ruptura con Laura? Ya te lo has comenzado a decir en otros textos: ¿la sobreimportancia de lo micropolítico –más allá de su obvia relevancia- no está en razón directamente proporcional a tu abandono de la vida militante? ¿no te exiges, y le exigiste, una puntillosa congruencia en función de tus sentimientos de culpa nacidos de tu habitar casi exclusivo en el territorio de la micropolítica? Te pesa tu país, su miríada de injusticias y ruindades, y te sientes rebasado, dolorosamente rebasado. Urdimbre sentimental-ético-política que te hace dudar acerca de la pertinencia de tu empeño casi exclusivo en la vida “civil”. ¿Cómo tejer el puente entre la vida cotidiana y la política? Se te aparece Ágnes Heller como hada madrina y de sus textos extraes una joya preciosa: la apuesta ética personal es el compromiso que establecemos entre nuestro sujeto irreductiblemente específico y la humanidad que deseamos. La congruencia ética es entonces una manera de participar de la poiésis social. ¿Y en esta apuesta ética el territorio de lo amoroso no es el de los retos más finos, atendibles, en la medida en que entreteje lo pasional y la inteligencia, la demanda y la escucha, la voluntad y la fragilidad, jugados ante el misterio inabarcable de una otredad que nos invita? Exigirse congruencia amorosa para colaborar en la construcción del mundo erotizado que precisamos y soñamos (como se ve, Marcuse también viene en mi auxilio) ¡qué maravilla! Digamos, hacer de la vida un ejercicio político de una suerte de trovar amoroso feministizado, porque para habitarlo me esforzaba (y empeño) en asumir las consecuencias de la crítica feminista a las construcciones de género. Quise, quiero, ser un varón capaz de una virilidad no patriarcal y poliamorosa. Porque también estaba –está- la cuestión de comprometerse con una ética erótica abierta a la complejidad de los muchos amores y los muchos deseos realmente existentes. Me sé capaz de amar a más de una persona a la vez (no digo que de la misma forma o que no existan diferenciados niveles de implicación o diversos tiempos y espacios o que no quiera elegir quedarme en un solo amor o que no haya amado exclusivamente a una sola pareja) y no voy a negarle a nadie ésta que me parece es una de las maneras inevitables de la manifestación de la vida afectiva. Lo que me exijo, y solicito, es la transparencia: la asunción de la palabra como compromiso de claridad ante el otro. Porque si no es así, no siento que estoy con una otra, en un vínculo que suponga cultivo común del tiempo y de la axiología, del mutuo cuidado, sino en un ejercicio individualista de usos e intercambios vividos en la  cómoda “discreción” del silencio. ¿Y en qué se diferencia este silencio de la doble moral clasemediera? Por eso en este punto –y no sólo en éste, aunque en otros muchos concuerdo- discrepo de Onfray: ¿para qué tanta reivindicación anarquista nietzscheana de las razones y virtudes del cuerpo si ante el otro vamos a permanecer en los terrenos de la confortabilidad burguesa? “Vivamos fluidamente pero sin hacernos olas”, no me apetece. Mejor, vivámonos complejamente haciéndonos cargo de las problemáticas, riquezas y retos de los sujetos que se relacionan cara a cara: amar como fina tarea civilizatoria (recuerdo a Anne Tristán).

    En este entramado arraigó mi manera de amar a Laura, de ahí provinieron sus virtudes, sus cuidados, su extremado respeto (a sus tiempos, sus miedos, su sinuoso erotismo, sus idas y retornos, sus amores y pasiones fundamentales, sus silencios y elusiones, sus negaciones y sus vagarosas asunciones, su colocarme en el terreno de sus vínculos ancilares), pero también de ahí derivaron los principales defectos de mi trato sentimental. ¿Porque cómo se puede vivir una historia de amor que ha sido colocada en el ámbito de las tareas político-filosóficas? ¿No estaba, de entrada, demasiado cargada de imperativos? ¿Y no, en “mi buena onda” había algo de acechante en virtud de que tanta comprensión y respeto esperaban “ganar” su amor y pretendían cerrarle el paso a su desamor franco? ¿No circulaba en mi esfuerzo una suerte de lógica de inversión –“tanto pongo, tanto recibo”-? Inversión amable y cuidadosa, pero inversión al fin. ¿No estaba yo queriendo comprometer su libertad? Más allá de si hubo un manejo ambiguo o no de la situación por parte de Laura –lo hubo, pero en esto ella fue clara desde el principio, fui yo quien se enganchó-, el caso es que terminó por imponérsele la necesidad de definir como no amorosa nuestra relación. Más allá de si el miedo erosionó su posible amor por mí, lo definitorio es que quiso marcharse, y se marchó, para construir una historia de pareja nítidamente comprometida con su bailarín ecuatoriano, Gerardo (si pongo los nombres es para testimoniar aceptación de los hechos, no quise continuar el juego devaluatorio, en el terreno de la enunciación, en el que había caído: primero, no nombraba a Gerardo, luego lo llamaba con denominaciones groseras -“el intelectual esmeraldeño”, “el sabio de la bachata” – en los que viajaban mi mezquindad, mi ira, mi dolor y mis prejuicios). Y ante esta su necesidad yo le planteaba –me planteaba en realidad, para no perderla- les exquisiteces del poliamor: “si lo amas está bien, puedo asumirlo en el marco de nuestro acuerdo”. Pero no era su acuerdo. En realidad, lo que acordó conmigo fue que pudiera entrar y salir de nuestra amistad-amor en el sentido que le conviniese y yo lo acepté (no por no formulado, fue menos contundente esta suerte de contrato). Mucho me dice de la condición de mi autoestima en aquel momento y me permite sacar una conclusión: no es bueno amar desde la desesperación.

    En fin…que lo dicho no implica una renuncia a la ética de la complejidad amorosa en la que me empeño (esta escritura de un año tiene que ver con eso), pero sí una necesidad de jugarla de cara a las anfractuosidades y delicias de la vida real –quiera decir eso lo que quiera decir- más que a las llamaradas del imperativo categórico.
    Suerte para Laura y sus amores. Suerte para mí y mis amoras. Concluyo este ciclo –luego de leer a Roth en una novela en la que hace referencias constantes al buen Chéjov- instalado crítica pero luminosamente en los paisajes de la apertura a la comprensión. Chejovianemente triste, ¿chejovianemente lúcido? Arciprestamente feliz. Abrazo y beso para Laura. Zdrazbuitié darógaia maiá!

sábado, 19 de noviembre de 2011

En Lima


Estoy escribiendo en el aeropuerto José Chávez de Lima. La última vez que estuve aquí, fue al regreso de Ecuador. Si no mal recuerdo, el 17 de agosto del 2010. Hace ya más de un año. Venía desolado, humillado, ahogado de decepción y tristeza. No lo puedo evitar: a más un año, y luego de reanudar amabilidades y cortesías con Laura, y de sonreír de nuevo con ella (circunstancia luminosa que celebro), me es imposible no sentir que se comportó de manera abrumadoramente grosera. Derrumbó nuestra relación de una manera desprolija, basta (amistad-amor en la que siempre cupieron sus amores y pasiones otros, y en la que yo ocupaba, conscientemente, el segundo o tercer lugar). A mi juicio, y no al suyo, eso es evidente, la calidad de nuestra relación se merecía un mínimo de honestidad y fineza. No lo consideró así. No me consideró. Mi persona cuidadosa de su persona, no le valió ningún respeto. Días después, en México, me lo confirmó: “no me importa tu fragilidad”, me dijo una noche. Lo que me sorprende es que esperara que me plegase a un silencio discreto, en el que quedasen validados sus prejuicios clasemedieros. “Evidentemente”, yo era el “impropio” por mayor y ya nada más faltaba que me dijese que un “hombre no se queja”. Debía respetar el tributo de silencio, “discreción y prudencia”, que le debe a su familia. Pero yo no quise, ni pude, por razones éticas, psicológicas y políticas. Que cultive ella esas “virtudes” de la mediocridad clasemediera. Yo soy asumidamente obsceno y ella lo sabía. O si quiere, mis mediocridades –muchas- son otras, pero no las de la ”buena imagen”. Por otro lado, lo que escribí, dije, dancé, lloré, despotriqué, reflexioné con respecto a este asunto fue hecho públicamente (con afán de transparencia), convidándola a que lo siguiera paso a paso, solicitando, además, su opinión, su versión de la historia, porque no quería ocupar frente a ella una posición de poder. Me había prometido la gentileza hacia su persona y lo cumplí. Lo que dije, bailé, lloré, en esos días, lo convertí en un hecho de reflexión desplegada sobre las problemáticas de la micropolítica, en cuyo desarrollo no fui aquiescente conmigo, sino muy crítico: masoca vestido de caballero andante, usuario “inteligente” del poder de la palabra… Como es fácil advertir, todavía me duele esa ruptura.  Y creo que ahora entiendo las razones de Laura, el valor de su apuesta (lo que su aparición en el círculo familiar Ruiz con Gerardo significaba de pequeña revuelta, su empeño de autonomía ante mí) pero no me es dable olvidar. La herida fue profunda, injusta, porque al dolor inevitable (y no juzgable…se enamoró de Gerardo…qué más…) del desamor Laura sumó la invisibilización, la violencia, la elusión, el silencio, la negación del rostro. Laura me cosificó…Y no lo entiende… Por eso, asumo que la única forma de volver a posibilitar luz entre nosotros, será hacerme cargo de que no habrá “reparación de los daños”. Hay una herida grande entre nosotros (más bien en mí), que cicratizará a partir de la conciencia de “una situación de paralaje”, diría Zizek, vale decir de la asunción de que la magulladura no desaparecerá, pero que, no obstante, estoy vivo y amoroso, abierto de piel y alma, dueño de mi rostro ante los rostros... Abrazos entonces para los dos, por separado, escindidos, cada quien en su lugar. Suerte para sus amores y suerte para los míos. La voy a querer siempre. Me voy a querer siempre también. Vivo, amoroso, inteligente y digno. Abrazo para los dos desde el aeropuerto de Lima (yendo y regresando de Río de Janeiro), donde escribo este texto que no leerán sus ojos.


miércoles, 2 de noviembre de 2011

Retrato de G.

G. despliega la sonrisa de su inteligencia (la carcajada elegante de sus escrutinios). Es curiosidad empeñosa  en abanico: la convocan la danza, la filosofía, las matemáticas, los cuentos de Cortázar y alguno que otro ser extrañamente angelical que en sus meditaciones la testimonia con atención solidaria. Conversamos en espirales de preguntas, acordes, caricias de la voz, la escucha y la mirada. Tomo sus manos para acercarle dulzura  -leo con amor los signos silenciosos de sus palmas-. Me abro a sus ojos para allegarme chispas de su secreta melodía. Ave nocturna, sacerdotisa de la orden de Minerva, G. es un laúd cantando entre los pliegues de la madrugada.

martes, 16 de agosto de 2011

Ecuador, hace un año (la luz) 2

"Oración para el amor de los jóvenes amantes"

(Bendícelos)

Niño amoral,
infante enamorado,
su corazón estremecido,
ríe

-arrúllalo una noche
de infinitas canciones
sin palabras,

el maullido nupcial
de un gato cósmico-

Es el amor:
rabino de sí
mismo,

la limpia
agreste
paz
de los amantes,

la justicia
sin verbos
de la dicha.

Es su paz,

la cruel
honesta paz
de los sí
vientes.

           (Bendícelos)

lunes, 15 de agosto de 2011

Hace un año, Ecuador (la sombra) I

L.


A veces,
             monógama kantiana.

En otras,
             arroyo en el plantío mercurial
             del amor líquido.

Insólita
            su escucha conmovida
            de las sombras.

Y siempre,
            sirena que se goza
            en la espuma aquiesciente
            del espejo


___________________________________________________________________________         
        
Espejo

           (su rosada pasión,
            su libertad danzante,
            su furioso misterio
            sin clemencia).
           

 

domingo, 24 de julio de 2011

Respirar, respirar.

(Para quienes comprendan): Qué bueno es respirar libre y amplio (con la anchura que regala la confianza) porque te sientes dignificado! Amistad que conmueve y dignifica, amistad que cultivarás con el más comprometido cuidado. Gracias a quien sabe bien por qué esta paz y esta alegría (que te sea también paz y alegría).

sábado, 23 de julio de 2011

A Itzel

Como si el agua

fuese luz

que canta,
 

                así eres tú:

tierno delfín,

relámpago de la

bondad

que se regala.

domingo, 12 de junio de 2011

De enunciaciones y política (apuntes sobre la danza escénica contemporánea mexicana)

(Texto publicado en la revista Blanco móvil)

Lo que sigue son tres breve “calas” en problemáticas políticas de la danza contemporánea mexicana nacidas de la invitación del buen Eduardo Mosches a compartir reflexiones sobre las últimas décadas de nuestra danza escénica. Por supuesto que estas consideraciones no son ni “objetivas”, ni exhaustivas. Son sólo palabras propuestas para la discusión. Y lo de político debe entenderse en un sentido amplio, como una dimensión social de la ética, como los proyectos en los que nos esforzamos en virtud del mundo que deseamos habitar y heredar. De acuerdo con esto, en las siguientes líneas se habla de problemáticas de la enunciación coreográfica y su relación con el debate sobre la contemporaneidad, de los avatares de la organización gremial y de la micropolítica que jugamos y nos juega en el ejercicio cotidiano de nuestro oficio.

I                                                                                            

¿Cómo escribir en pleno siglo XXI sobre la danza contemporánea mexicana, una danza nacida como parte de los esfuerzos colectivos postrevolucionarios por definir una enunciación simbólica propia, no colonizada y arraigada en la cultura popular? ¿Cuál es nuestra relación con respecto a nuestro origen –un inicio plenamente “moderno”, tributario de los sueños y empeños libertarios que atravesaron apasionadamente buena parte del siglo XX-? ¿Esta impronta es una ventaja o un lastre? ¿Será que este comienzo nos obstaculiza el abandono de los paradigmas de la danza moderna y nuestra entrada plena y desprejuiciada a la tierra prometida de la contemporaneidad cabal?

    Si planteo lo anterior es sobre todo porque en diálogos y encuentros –artísticos, teóricos y de esfuerzos organizativos como los de mi amada red sudamericana de danza- con compañeros y compañeras de América del Sur y del Caribe, la cuestión del “atraso” de la danza escénica mexicana se presenta como una constante.

    Contempladas las características fundamentales de nuestra danza desde la perspectiva de los actuales métodos de composición dominantes en los festivales internacionales, efectivamente, eso que en México denominamos danza contemporánea, parece no tener mucho de contemporáneo. Si el “corte” entre modernidad y contemporaneidad en la danza escénica está dado por un conjunto de desplazamientos entre los que se cuentan el abandono del pacto entre los códigos corporales de entrenamiento y el lenguaje utilizado en las obras coreográficas, la ruptura de las lógicas “dramatúrgicas” de composición de la escena en beneficio de discursos “performáticos”, la autonomía de la danza con respecto a la música, la ampliación de los géneros coreográficos (la danza-experimento, la danza-ensayo,  la danza-instalación, etc.), y el énfasis en la procuración más de experiencias de sentido que se “presentan” que de lecturas originadas en experiencias de ficción que se “representan”, nuestra danza, por lo menos en sus lógicas predominantes, realmente, no es contemporánea, sino moderna.

    En general, nuestra danza, en un amplio abanico que comprende diversas generaciones, zonas geográficas, distintas escuelas y variadas propuestas discursivas, es ferozmente estetizante, de alta exigencia técnica y de prolija concreción escénica. En verdad, sí estamos muy determinados por los paradigmas dancísticos modernos de los fundadores y fundadoras. En cierto sentido, nuestra danza no se ha enterado todavía de que debería estar exhausta…

    Creo que el camino particular de la danza moderna-contemporánea mexicana  ha logrado conformar un valioso capital cultural no suficientemente aquilatado por nuestra propia sociedad (incluidos nuestros compañeros artistas de otras disciplinas). Este capital cultural ha sido posibilitado y, al mismo tiempo ha sido acotado, por circunstancias y consideraciones como las siguientes:

1) El haber nacido -se apuntó ya líneas atrás-, como parte del esfuerzo social de inicios del siglo XX mexicano, empeño sustentado en demandas y deseos colectivos que el estado postrevolucionario vehiculó –por supuesto que de manera deformada debido a su naturaleza bonapartista- en sus políticas culturales.  

 2) La acumulación de un conjunto amplio de conocimientos técnicos y escénicos eficaces, a lo largo de esfuerzos ininterrumpidos que se extienden desde la década de los años treinta del siglo pasado –momento en el que se fundan las primeras escuelas y compañías- hasta los días presentes.

3) El establecimiento de una suerte de tradición educativa y artística esteticista (característica que se expresa tanto al nivel de la ejecución de los bailarines como en la cuidadosa producción del todo de las puestas en escena). Estabilidad del haz de paradigmas en los que se arraigan las prácticas de nuestra danza, que es producto, entre otras cosas, tanto de la dialéctica entre la supeditación a y la apropiación de las técnicas de formación y de los lenguajes dancísticos metropolitanos, como de la formulación de aportaciones propias. Este juego en el terreno de la micropolítica de la enunciación le ha dado a nuestra danza un perfil propio, más allá de influencias y tributaciones obvias (la danza moderna, contemporánea y posmoderna norteamericana, o la danza teatro alemana, por ejemplo). Perfil particular: danza sofisticada, cultora –para bien y para mal- del “buen bailar”, preocupada por dialogar con su circunstancia social, rebelde en su imaginario, pero al mismo tiempo, muy ceñida a los códigos del sistema de las bellas artes.

4) El mayor peso de la continuidad que de la ruptura. Asunto que ha permitido un alto nivel de excelencia artística que es, al propio tiempo, tanto posibilidad de desarrollo de nuevas posibilidades discursivas, como, y esto es necesario subrayarlo y repetirlo, obstáculo denso a la ampliación de caminos dancísticos, porque si bien el desarrollo específico de nuestra danza está cargado de riquezas y logros, está comenzando a rigidizarse en virtud del predominio de actitudes endógenas. Como en muchos terrenos de la vida social mexicana, sus  contradictorios logros son también la fuente actual de sus limitaciones.

    Todo lo dicho anteriormente nos invita a pensar de manera más atenta las relaciones entre tradición y ruptura, tradición y tradicionalismo, singularidad y universalidad, "atraso" y "contemporaneidad" de nuestra danza. ¿Porque quién define qué es la contemporaneidad? ¿Cómo se la ubica? ¿De acuerdo con qué criterios? ¿En dónde está anclada? ¿Es una sola? ¿O existen varias pero sólo unas pocas son validas? ¿Es un problema evolutivo, de crecimiento lineal? ¿O es un asunto de poder, de colonización? ¿Son estas preocupaciones pertinentes o el tiempo homogeneizado de la posmodernidad globalizada las ha periclitado?

    Ante estas preguntas encuentro dos respuestas extremas. La primera es la que se resume en la opinión de una bailarina de la zona del Río de la Plata, quien durante los trabajos del encuentro Diálogos México de 2008, planteó la conveniencia de que viniera un curador alemán para que nos dijese “qué es lo que se debe hacer en la danza contemporánea”. La segunda es la que escuché de un coreógrafo y bailarín de la isla de Santa Lucía, durante  la celebración del Taller del Mundo (encuentro que reunió en Martinica a coreógrafos y bailarines del Caribe, en el 2009), acerca de que “aproximarse a la problemática de la coreografía desde una perspectiva conceptual es pagar tributo a la neocolonización europea”.

    En los dos casos hay mundos excluidos, simplificaciones. La primera respuesta es obvia en sus implicaciones: repite la conocida, y todavía dominante, noción de “progreso”, de “avance” adherida “naturalmente” a las estéticas de los países metropolitanos, a las que los artistas de las sociedades del Sur debemos seguir “para no llegar tarde”. La segunda hace el elogio de un solipsismo reivindicado como lealtad a una “identidad” cerrada, inamovible. Doble sacralización: la del mitificado tiempo metropolitano (quién dijo que su reloj era “el” reloj), la de una supuesta condición original, querubínica (viviéndose a sí misma en el tiempo sin tiempo de la circularidad).

    No se trata de situaciones nuevas. Es sabido. Sin embargo, continúan operando en nuestro amplio país de la danza escénica latinoamericana. Por un lado, me he encontrado a pontificadores jerarquizantes de la mayor o menor contemporaneidad de propuestas coreográficas concretas, a las que se le aplican criterios generales de validación, que hacen abstracción de sus condiciones específicas de enunciación. Por otro, he escuchado juicios acerca de la no “dancisticidad” de las obras de los coreógrafos latinoamericanos que estudiaron en Amsterdam.

    Para trascender estos encuadres simplificadores me parece necesario lograr para nuestra danza lo que otras prácticas artísticas latinoamericanas (como la literatura y la plástica) han producido en sus ámbitos de elaboración simbólica: la autonomía de enunciación. A lo que habría que añadir una redefinición de la categoría de contemporaneidad, entendida no como “alcance” de una estética prestigiada dominante, sino como la pertinencia problematizadora y complejizante de una específica producción simbólica que dialoga con el imaginario de su sociedad.

    Precisamos articular las propuestas de Néstor García Canclini (culturas híbridas) con las de Boaventura de Sousa Santos (las epistemologías –y estéticas- del Sur). Es decir, requerimos producir recorridos de enunciación dancística híbridos, mestizados, dinámicos, abiertos, dialogantes que, a partir de  la definición de un arraigo (nuestra moviente, que no estática, condición sureña), nos permitan tomar del pasado, del presente, o de lo inexistente, de lo propio y lo ajeno, de lo lejano y lo cercano, aquello que necesitemos para nombrarnos (y ya se sabe que nombrarse es constituirse).
    Vale decir, lo contemporáneo radicaría no en el origen temporal de los materiales discursivos involucrados en una enunciación dancística concreta (que podrán provenir del pasado moderno o de las más reciente elaboración posmoderna y fluídica), sino en la asunción de un lugar propio donde enraizar un nombrarse, es decir, un producirse. Y si bien la definición de este lugar nos abre al presente y al futuro, no podrá hacerse hurtándonos la historia propia. Se trata también de hacer bailar juntos a Ernst Bloch (principio esperanza, razón utópica) y a Walter Benjamin (el ángel de la historia y sus tareas mesiánicas).

    De cara a lo dicho, sí creo que a la danza escénica mexicana contemporánea le está pesando su recorrido. Quizá el largo aliento que comenzó en las primeras décadas del siglo pasado ha llegado a su fin. Quizá este pulir un perfil propio nos ha hecho endógenos. Precisamos dialogar con los diversos mundos, reformularnos, renombrarnos, sin renunciar a nuestros valiosos capitales culturales. A mi juicio, necesitamos ampliar el abanico de lo que entendemos por “dancístico” y “coreográfico” (que lleguen los nuevos géneros, los nuevos procedimientos), requerimos también ahondar la transformación de la pedagogía (trascender definitivamente las prácticas devaluatorias de la autoestima de los estudiantes), nos urge transformar libertariamente los diversos niveles de nuestra micropolítica dancística (en el salón, en el grupo, entre compañías), precisamos también escuchar más atentamente las historias políticas de nuestras corporeidades, aventurarnos más allá de la burbuja del sistema de las bellas artes, y asumir lo que significa bailar en una sociedad gobernada por una derecha profundamente antidemocrática, enemiga de los goces del cuerpo y que aplica criterios de gestión empresarial a la cultura.

    Precisamos, en fin, un cambio radical de paradigmas, en cuya consecución nos son útiles nuestro pasado-presente (nuestra impronta “atrasada” re-moderna) y las nuevas formulaciones de lo más contemporáneo de lo supercontemporáneo. Siguiendo a Morin, nos es necesario permitirnos que el mundo (los mundos, internos y externos, propios y ajenos) nos haga ruido, para que nos reformulemos de manera más compleja. Nos hace falta una revuelta en la que las demandas, retos, alegrías y responsabilidades implicadas intensamente en los sujetos dancísticos que se saben encarnados, se potencien y se formulen como derechos y posibilidades de la existencia de todos y todas.

    En el país de los cuerpos mutilados, de los feminicidios, de los niños asesinados por “balas cruzadas” en los retenes militares, la alegría y complejidad de la danza nos es necesaria y podemos –debemos- aportarla. 


II

En 1985, bailarines y coreógrafos de la ciudad de México, conmovidos por las consecuencias del terremoto, se integraron desde el territorio de la especificidad de su trabajo a la amplia respuesta ciudadana a la inusitada situación. Llevaron su danza a los damnificados, a las calles, campamentos y plazas, y de esta manera, se enlazaron con las presentaciones escénicas en espacios públicos que nuestra danza ha realizado casi desde su origen. Fue un momento en el que la sociedad civil ejerció la autonomía, separándose de un gobierno torpe y vertical, al que se opuso con una generosa, solidaria y eficaz horizontalidad.

    Esfuerzo colectivo que llevó a diversos intentos de autorganización ciudadana –vecinal, por ejemplo- y que repercutió también en el campo de la danza escénica. De alguna manera, lo acontecido durante las semanas y meses que siguieron al temblor, ayudó a que los bailarines y coreógrafos del llamado movimiento independiente, buscaran una forma autónoma de organización gremial. Eso quiso ser DAMAC (Danza Mexicana Asociación Civil), agrupación fundada en ese mismo año de 1985.

    DAMAC quiso quebrar los hábitos políticos de nuestro gremio. Si, debido a su origen en el marco de las políticas culturales del estado postrevolucionario -que otorgó el entramado institucional (escuelas, financiamientos, circuitos de distribución de obra, etc.) que le dio soporte a su desarrollo-, nuestro gremio no tenía mucho ejercicio de la autonomía, DAMAC se planteó como un intento de lograr independencia por vía de la constitución de un sujeto colectivo. Colectividad que no se pensó sólo como instrumento de negociación ante el estado, sino, sobre todo, como instancia de generación de proyectos propios, compartibles con otros sujetos colectivos pares. De esta manera, por ejemplo, junto con la UVyD (Unión de Vecinos y Damnificados) se organizaron los encuentros de danza callejera y los amplísimos festivales del Día Internacional de la Danza. Actividades a las que se sumaron la generación de una amplia labor de elaboración comunitaria –entre bailarines, coreógrafos, promotores, profesores y críticos- para definir reivindicaciones, planes de trabajo, tabuladores, y para nombrar democráticamente representantes ante las instancias consultivas de que la Dirección Nacional de Danza del INBA de aquellos años se había dotado.

     Se trataba de vivir la dignidad del hacedor de danza como productor directo, de no reproducir las lógicas cortesano-clientelistas-pedigûeñas a las que la gestión priísta de la política nos había acostumbrado-maniatado. Fue una hermosa experiencia de horizontalidad, que los cambios en la situación política (básicamente el salinato y su profundización del llamado modelo neoliberal), las pesadas inercias del campo (que privilegian el trato directo con la autoridad) y los errores propios (el mucho voluntarismo del colectivo dirigente de DAMAC, por ejemplo), llevaron a su conclusión al inicio de la década de los noventa.

    El salinato significó un reto contradictorio para el gremio: por una parte, la creación del FONCA y el CONACULTA y su red de becas, encuentros, etc., de alguna manera parecía responder a demandas legítimas de los artistas, por otra, el sustento de la acción de las nuevas instituciones en una lógica eficientista que se justificaba –y justifica- en un apoyo a la “excelencia” favoreció la fractura de la solidaridad y la magnificación de la competencia entre los productores directos de la danza. La lógica del sujeto colectivo fue derrotada en beneficio de las disputas, las mutuas descalificaciones y el dibujo de un mapa de las relaciones entre los integrantes del campo, en el que unos ocuparon zonas relativamente estables, sedentarias,  y privilegiadas y otros se afanaron en las vastas zonas vulnerables de las tribus nómadas. Pero eso sí, todos, sedentarios y nómadas, tributarios del aparato de captura o de las máquinas de guerra (siguiendo a Deleuze y Guatari), asentados en el paradigma del sistema de las bellas artes. No podía ser de otra manera, entre otras muchas cosas, por razones históricas de la constitución de los campos artísticos en occidente y porque la redefinición salinista de los campos significó, en el mejor de los estilos priístas, la configuración limitada de condiciones de producción y reproducción de las prácticas artísticas acaparadas por y articuladas a la iniciativa y necesidades del estado autoritario (con el Ogro Filantrópico topamos…).

    Pero si bien lo escrito inmediatamente líneas arriba es cierto, también es verdad que ya había comenzado el desplazamiento del modelo de gestión cultural basado en la necesidad de generar un consenso identitario estado-nación en el territorio del imaginario colectivo al modelo eficientista-gerencial en el que el énfasis se pone en la racionalización de los gastos y en el apoyo a productos de “excelencia” (modelo enfatizado por los gobiernos panistas). Desplazamiento que implicó, y sigue implicando, la progresiva reducción del gasto estatal destinado a la cultura, y la consecuente erosión de la situación del conjunto de los artistas.
   
    Ante este difícil paisaje, los hacedores de la danza realizamos, en el segundo lustro de los noventa, un nuevo intento de constitución de un sujeto colectivo que se denominó de manera significativa e irónica Especie en extinción. Fue un esfuerzo diplomático y cuidadoso de coincidencia entre los integrantes del gremio (esencialmente de los coreógrafos), a partir de la constatación del hecho sabido, pero no nombrado, del mucho daño que nos había hecho la competencia y la jerarquización. “No nombrar lo polémico, para no desunirnos” pareció ser la consigna soterrada, cortés, pero ineficaz, que sustentó los trabajos de la nueva agrupación. Porque este silencio amable, que eludía la elucidación de las causas –particularmente en el terreno de las diversas opciones éticas que habíamos tomado en relación al mundo institucional- nos condenó a la inacción.

    Confrontar DAMAC y Especie en extinción es útil para entender los cambios que se estaban produciendo en la micropolítica del campo. DAMAC puede dibujarse como una asamblea discutidora y horizontal en la que se buscaba que participaran los diversos oficios de la danza (coreógrafos, bailarines, profesores, críticos, maestros, espectadores comprometidos, artistas coincidentes) y las diversas vertientes dancísticas (contemporánea, clásica, folklórica, de “show”). Esta asamblea dio lugar a un equipo directivo cuya dinámica voluntarista lo separó del colectivo original que empezó -luego del momento excepcional inaugurado por “el 85”-  a recuperar sus hábitos políticos “eficaces”, no confrontativos de una autoridad con la que desea pactar. Digamos que la asamblea se dispersó y que el colectivo de dirección se quedó solo, coloquialmente, “chiflando en la loma”, y sin una clara lectura de las lógicas que estaban operando, lo que lo llevó a no trascender una actitud exhortativa.

    Especie en extinción fue también una asamblea horizontal pero constituida según el modelo del sistema solar: había un núcleo directivo no explicitado, en torno al cual se iban distribuyendo, en diferenciadas órbitas, los diversos coreógrafos de danza contemporánea. Esta reducción en el abanico de los integrantes era una ratificación acrítica, ingenua, de la definición del diferenciado peso de los integrantes del gremio en función de las lógicas institucionales: los coreógrafos son habitualmente también los directores de grupo y fueron los primeros beneficiados y reconocidos por el sistema de becas. Hay que agregar que la actitud no confrontativa fue la dominante en Especie en extinción. En cierto sentido, puede decirse que este colectivo, en su justa pretensión de huir de la politiquería, y al plegarse al temor de quedar institucionalmente desprotegido, se sustrajo de la eficacia al renunciar a lo mejor de la política –el empeño por un proyecto inclusivo, complejo, contradictorio, pero compartido entre los pares-.

    Con la llegada de Fox a la presidencia de la república y el consecuente ahondamiento de la aplicación del modelo gerencial de gestión cultural, la tendencia organizativa conservadora de las personalidades dominantes del gremio se magnificó. Explicablemente temerosos, y sin duda con las mejores intenciones, formaron el Colegio de Coreógrafos, haciéndose eco, a mi juicio, de los mismos criterios jerarquizantes institucionales que estaban minando al gremio. Ante el agostamiento de las condiciones de trabajo dancístico se constituyeron en una instancia de validación de calidades, accesos y pertenencias, aplicada al interior del campo, pero jugada ante las instituciones. Ejercicio de valoración, sustentado en sus innegables trayectorias y saberes, con el que buscaban legitimarse y ganar peso ante las autoridades y para el que buscaban la adhesión entusiasta del conjunto del campo. “Todos somos el Colegio”, decía una de sus fundadoras, pero no todos podían pertenecer a la agrupación (en un dilatado principio se accedía exclusivamente por invitación). Digamos, se trató de una suerte de organización despótica ilustrada, que ejercía su poder al lado, pero en consonancia, de los verdaderos centros de decisión cultural.

    Por eso no es casual que cuando jóvenes intérpretes y coreógrafos, que dieron lugar a la compañía Tierra independiente -en su lucha por lograr una salida justa de Ballet Independiente, salida en la que se reconocieran sus derechos y mínimas prestaciones (2002)-,  llamaran a la formación de una Coalición de bailarines, es decir, una agrupación afincada en la categoría más general e incluyente del gremio: la de “bailarín”. En el fondo, lo que estaba implícitamente enunciado en esta formulación es la necesidad de transitar en sentido inverso al de la jerarquización y la exclusión. Cabe señalar que esta organización fue de corta duración y que no contó con una amplia respuesta por parte del conjunto de los integrantes del campo, debido, quizá, a que sus labores estuvieron muy ceñidas a la problemática particular de sus impulsores (quienes, afortunadamente, lograron sus objetivos). Con todo, me parece que señala un camino a ampliar, una lógica a asumir.

    En este momento, los problemas más grandes que advierto para lograr una nueva organización gremial, incluyente, democrática, es el de quiénes, con qué proyecto, y, sobre todo, con qué autoridad moral podría llamar a conformarla. Me parece que hay que restablecer la confianza entre nosotros –a nivel inter e intra generacional-, a partir del reconocimiento a la pertenencia común y primera a la valiosa condición de productor directo, con base en la elucidación crítica de nuestros aportes a la poiésis social mexicana (qué hemos problematizado estéticamente, cómo le hemos hecho), con la asunción del “nosotros” como categoría amplia y no reducida sólo a los inmediatamente próximos, y, sobre todo, con un habitar la micropolítica cotidiana de la danza de manera éticamente comprometida y congruente.

    A lo dicho, hay que sumar el hecho de que si bien todos podemos reconocernos en la condición compartida de productores directos de la danza, la pertenencia al campo sí es diferenciada, desigual. El sistema de becas y apoyos, en virtud de su adjudicación más o menos estable a un constante grupo de coreógrafos, bailarines y compañías (de cuyo compromiso profesional y artístico  no tengo ninguna duda), sí ha producido, por lo menos, dos zonas “geopolíticas” (las que metafórica, y aproximativamente, denomino “los sedentarios” y “los nómadas”-de cuyo compromiso profesional y  artístico tampoco tengo ninguna duda-), que suelen desconocerse mutuamente. Considero que sí nos posible –y necesario- que luchemos todos juntos por condiciones de producción y circulación de obras y de seguridad social justas, dignificantes, transparentes, más allá de nuestros diferentes criterios y apuestas estéticas y más allá de nuestras diferentes fortunas o desventuras. Máxime cuando la decantación de la lógica estatal eficientista tiende a fortalecer un polo estabilizado de coreógrafos e intérpretes –por ejemplo, la creación de una suerte de Compañía Nacional de Danza Contemporánea- y, sobre todo, porque estamos ya en un momento de verdadero recambio generacional: es tiempo de preguntarnos qué país de la danza queremos heredar a nuestros jóvenes intérpretes y coreógrafos, a quienes desde ya nos continúan.    


III 
   
Estoy convencido de que la vida cotidiana es el territorio verdaderamente definitorio de la validez de la ética, la historia y la política. ¿En qué otro sitio se vive sino en el día a día, en la densidad del mundo que se comparte con los otros? Densa, y al mismo tiempo, evanescente inmediatez del estar juntos que la práctica de la danza nos recuerda de manera ineludible. Porque  danzamos con los prójimos y las prójimas –es decir, sudamos, olemos, somos olidos, cargamos, somos cargados, tocamos, somos tocados, adivinamos, somos barruntados a los otros y por los otros-. La danza es una experiencia que nos confronta con los riesgos, goces, retos, responsabilidades, abismos, venturas y desventuras de la ineludible proximidad. La danza es también una actividad de desnudez, no sólo física, sino fundamentalmente afectiva, óntica: quien danza, se abre. La danza es además un recordatorio de que es posible vivir con alegría: quien se mueve, descubre las sonrisas de su cuerpo. Por todo esto, la danza es una radical invitación a hacerse cargo, responsablemente, de la fragilidad y la dignidad de los otros. En este sentido, la danza es toda ética, toda política.

    Y lo dicho se vive casi siempre al interior de colectividades: el grupo de danza, la escuela, el salón de clases, la tribu de amigos, el campo artístico. Se trata de pequeñas comunidades en las que la corta distancia de las relaciones magnifica las repercusiones del buen o el desprolijo trato. Agréguese la circunstancia de que en este trato no sólo intervienen las diversas vertientes de la dimensión fáctica, sino también los laberintos y fantasmas de nuestra condición deseante. La danza es también, por lo tanto, un llamado a la cuidadosa escucha de la complejidad de la persona.

    Y todo esto ocurre en situaciones en las que la distribución de poder es desigual: coreógrafo-intérprete, profesor-estudiante, crítico-grupo dancístico, hombre-mujer. Y de esta desigualdad, de esta complejidad y frágil riqueza hay que hacerse cargo para potenciar todo lo que de civilizatorio tiene la danza. 

    Si señalo lo anterior es porque me parece que todavía es tarea pendiente para un número considerable de hacedores de la danza asumir cabalmente las implicaciones ético-políticas de nuestra práctica. Implicaciones liberadoras, enriquecedoras de la experiencia, necesarias e ineludibles en una sociedad tan despiadadamente patriarcal como la nuestra. Paradigma autoritario que sojuzga de manera desigual pero incluyente a mujeres y hombres. A nadie hace libre el patriarcado.

    Me parece que los hacedores de la danza de nuestro país podemos aportar la necesaria fineza de trato en el terreno de la micropolítica que nuestro arte nos demanda a los esfuerzos colectivos por construir una sociedad justa. Hay que tomarse en serio eso de que la que danza es un escándalo para el pensamiento autoritario. Hay que tomarse en serio lo que significa danzar en un país gobernado por la derecha clerical enemiga, entre otros, de los derechos corporales del ciudadano y la ciudadana. Y también hay que tomarse en serio el negarse a la aparente fatalidad de la cosificación capitalista, en cualquiera de sus vertientes: la de la violencia legitimada del capital “decente”, la de la violencia ilegítima y brutal del capitalismo delincuencial. Claro está que no son lo mismo, pero sí comparten un esencial desdén por la sacralidad de la persona. Y la danza nos recuerda que toda persona –irremediable y venturosamente encarnada- es sagrada, es decir, que posee una dignidad original de la que debemos hacernos responsables.         

    Recuerdo a los jóvenes bailarines y coreógrafos de diversas ciudades de nuestro país con los que compartí el Seminario Nacional de Composición Coreográfica (que se realizó en la Ciudad de México en noviembre-diciembre pasados) y me lleno de esperanza: por su calidad y calidez humana, por su comprometida y propositiva audacia artística, por su disposición a escuchar, por su alegría y muchísimas preguntas y elaboraciones. Me digo, si estos jóvenes son tan luminosos es porque ha habido un esfuerzo social para propiciar y acompañar su decisión de construirse transparentes y comprometidos. Esfuerzo del que forman parte sus profesores – en su mayoría bailarines y coreógrafos que iniciaron su vida profesional hace treinta años y que fueron herederos de los fundadores-. Me digo, hay una sociedad mexicana que se quiere digna, feliz, no avasallada. Es con la comunidad con la que deseo bailar.

    Dancemos.



 

  

   
   
 
 
 






martes, 19 de abril de 2011

San Lázaro (a Cira)

(Este breve texto lo escribí apenas llegando a la EICTV en San Antonio de Los Baños, Cuba, en enero del 2006. Tenía 12 años de no regresar a la Isla, territorio que me imanta desde hace décadas)

Hago casi todo el viaje con los ojos cerrados. Tras los párpados, cortinas sosegadas, hierven los recuerdos. La Habana extiende su populoso laberinto y me lleno de imágenes: las miradas enormes y directas, los muslos confiados de las adolescentes, las vestimentas que pavonean sus estallidos, las voces que eluden el murmullo. Ésta es la tierra de la corporeidad dignificada. Cuerpos plebeyos en multitud diciéndose, afirmándose, confiados. Tuve aquí un arduo amor, con una mujer de inteligencia de aspas.

Viajo en el avión con los ojos cerrados. Hace doce años que no visito la Isla y hace más de veinte que ya no me esperan en la casa frente al Parque de los Mártires, casi en la esquina de San Lázaro. Viajaba yo como un delfín pacífico. En la memoria, sus delgadas y firmes manos que repasan las hojas amarillas en las que vuelan poemas, los desayunos sobrios de té y galletas, su habitación de camarote, las almohadas bordadas de su cama, su cuerpo sabio, tibio y frutal. Hija de campesinos, sus poemas indagaban en la audacia de la libertad. "Prefiero mi soledad", su soledad hirviente, elegante y turbulenta, a mi  infinita torpeza y conflictividad.

Viajo en el avión con los ojos cerrados. Al descender descubro que el aeropuerto ha sido modernizado y que no me espera nadie de la escuela de cine (en realidad, no me espera nadie, o casi...). Acepto entonces la propuesta de un taxista que se ha percatado de mi situación (¿cómo llego a San Antonio de los Baños?) en virtud de su entrenado ojo cubano para descubrir extranjeros en apuros y vuelvo a aventurarme en esta cubana realidad que siempre me sorprende: en el camino, el chofer decide abruptamente hacer una parada en su casa para presentarme a su familia y tomar café. Me resigno primero, es que se trata de una imposición y no de una sugerencia, y luego lo disfruto y celebro porque la ruda amabilidad es transparente y pronto me veo involucrado en los ritos de esta familia que decide acompañarme toda en el viaje a la escuela y que aborda el auto hasta con la abuela y me regala una sesión de tocacintas, a todo volumen, para que pueda oír cantar y ver bailar a la más pequeña de las niñas. Verdadero road movie cubano de un encuentro. Gozo ante el desanfado de su gozo. Me sorprendo agradecido ante el delirio de su risa y su locura onomástica: Honey y Yailín son los nombres de las niñas.

Camino por San Lázaro con los ojos abiertos sabiendo que no volverá a ocurrir el no pactado encuentro de hace doce años. Descendía por la avenida hacia el Parque de los Mártires y la vi aproximarse en esa tarde iluminada de amarillo. "Díme, ¿no me ibas tú a visitar?" (¿pero qué otra cosa iba yo a hacer casi en la esquina de Infanta?). Ahí estaban su rostro y su voluntad. La dulzura agreste de su ternura y su dolor sin consuelo. Ahí estaba yo, desnudo y sin resguardo, en medio del aullido de la luz de la ciudad. Cada uno en su ribera, sin lazarillo, mirándonos. Muertos para ese amor, pero resucitados: le presento a Lourdes, la mujer que amo, conoceré luego a su esposo y a su hijo.

Camino por San Lázaro con los ojos abiertos en esta tarde otra, después de recorrer el mapa sentimental de nuestros lugares. Paso de largo frente la casa de la que ahora está ausente (la muchacha del arduo amor vive ahora frente al Mediterráneo) y me digo que no es verdad, pero que es cierto, que el nombre verdadero de una ciudad es el misterio del rostro de la mujer amada que en ese sitio te interroga. Ojos de esa mujer que se desataba en inteligencia y risas.

lunes, 18 de abril de 2011

Ety Hillesum (palabras para I. que danza esos acordes)

¿Será? Hace años, en algún lugar, y antes de conocer sus diarios y cartas, me prometí esperarla. Y la esperaba, porque desde hacía ya tiempo sabía que la bondad camina dulce y discretamente, pegada a los minuciosos recovecos de la vida diaria. Sin aspavientos, pero con desmesura. Ety arrojó por una rendija de uno de esos vagones nazis del horror, una pequeña misiva en la que nos solicitaba que la aguardásesemos. Regreso inverosímil de los campos. Demanda de impedirnos sucumbir a la simpleza contundente de las maquinarias triviales de la crueldad. ..Cuando muchos años después, en una madrugada que caminaba lento, leí la nota, lloré como no sabía que se podía hacer por una amiga desconocida, pero íntima. Inmerecida amiga que me acompaña generosamente a pesar de la breve estatura de mi audacia ética. Ety es un reto, una floración de la bondad. Un acorde conmovedor de inteligencia, bondad y alegría sensual. "La vida es hermosa", decía, en medio de un campo de prioneros agobiados por el hambre, el frío, y la espera azuzante de la deportación, de la condena.Y no era evasión, sino compromiso apasionado con la fuente fresca de la dignidad -chispa primera-, que Ety sabía reconocer en cada pliegue de la vida que decidió testimoniar.

Y tú, querida I., no puedes evitar la conmoción del mundo, de los rostros y los actos. Intuyo también que tu naturaleza es la de aquellos que caminan vestidos de su sola piel sin resguardo.

viernes, 15 de abril de 2011

Método (o el privilegio de escuchar a las sirenas) -textopara la revista DCO-

Método (o el privilegio de escuchar a las sirenas)
                                                                                                       A la los trabajadores del Sindicato Mexicano de Electricistas,
a Annabel, viajera.
                                                                                                       Javier Contreras Villaseñor
I
De acuerdo al trabajo de mi memoria, Víctor Shklovsky, en el libro que escribió sobre el cineasta Serguiéi Eisenstein, recordaba, a su vez, que el director soviético solía decir que, en cuestiones de arte, podía hablarse de método, pero no de metodología. Es decir, hasta donde entiendo, que si bien es verdad que en la composición de una obra artística específica se avanza de manera rigurosa, de acuerdo a un plan, a una intencionalidad y a ciertos principios generales, esto no supone la aplicación mecánica de una laboriosidad deductiva. En la medida en que cada obra de arte arraiga en una pregunta particular, demanda encuadres singulares, más abiertos al diálogo con la incertidumbre que a la operación de recetarios.
     Por supuesto que no ignoro la pertinencia de las reflexiones, las perspectivas generales y el acopio de la memoria de las experiencias y las resoluciones composicionales previas (ahí está el propio y copioso trabajo reflexivo de Eisenstein para evidenciar la importancia y utilidad de estos ejercicios de generalización), pero tampoco puedo olvidar que cada obra es un reto cuya singularidad es ineludible. Dialéctica de lo general y lo particular, de lo conocido y lo que espera ser descubierto y producido. Vaivén que me recuerda tanto a Edgard Morin como a Lewis Carroll. El primero en sus palabras sobre las relaciones entre estrategia y táctica, el segundo en las aseveraciones esgrimidas por el capitán de su pequeño libro A la caza del Snark, cuando pretende convencer a la tripulación invitada a que se sume a la caza del misterioso ente.
     Dice Morin, en su libro Introducción al pensamiento complejo, que sólo es posible producir conocimiento si somos capaces de reformular, de cara a las determinaciones imprevistas de los fenómenos particulares, los encuadres generales y sabidos con los que operamos para interpretar la realidad. Esta reformulación implica la decisión de desplazarse desde nuestro pretendido lugar de certeza y eficacia al de la apertura a la incertidumbre, la inseguridad, y también, y sobre todo, al de la posibilidad. Tránsito que nos permite generar las tácticas, es decir, las adecuaciones necesarias y tentativas que nos posibilitan dar respuestas nuevas a las nuevas realidades.      
     Por su parte, el capitán del navío de la ficción de Carroll, interrogado por los personajes convocados a integrar la tripulación acerca de su conocimiento de los mares que los conducirán al sitio donde se encuentra el brumoso Snark, les muestra orgulloso un mapa que es todo él, salvo los bordes en los que se leen los puntos cardinales, una página en blanco. Vale decir, que la única certeza que puede compartir el capitán es la claridad de su proyecto (la intención –su voluntad, su acción-de desplegar todo su esfuerzo para aprehender al Snark) y la existencia de ciertos referentes generales (el norte, el sur, el este y el oeste).
     Si menciono a Morin y a Carroll es porque, de más está decirlo, considero que cuando hacemos coreografía somos, al mismo tiempo, el capitán, los tripulantes, el reto, la página en blanco, la estrategia, la travesía, la intención, el acopio de ciertos saberes, la táctica, el conocedor, el desconocedor, el conociente, y el azorado personaje que se deja tocar por las dudas y los llamados. Vale decir, que el método es la urdimbre particular entre certeza e incertidumbre involucradas, y jugadas, en cada proyecto de composición específico. En cierto sentido, método es, en principio, decisión de viajar y ganas de escuchar a las sirenas.
II
     De mi experiencia como pergueñador de poemas, videos y coreografías, he inferido que metodológicamente lo más importante es aprender a no estorbar lo que se quiere decir en la obra en la que estamos trabajando, a no hacer pesar más lo que sabemos que lo nos interroga, y, todavía más, a no darle mayor fortaleza a lo que suponemos que deseamos decir que a lo que la obra se está empeñando en enunciar. No estoy defendiendo la idea del compositor coreográfico como la de un “médium”, por supuesto que asumo la vertiente consciente y responsable del compositor, que realiza en sus discursos alegatos axiológicos con el imaginario y las concepciones del mundo de su colectividad, pero sí me interesa señalar que, habitualmente, el hacedor coreográfico es el primer sorprendido por los desplazamientos a los que lo obliga su propia apuesta de apertura composicional.
     Recuerdo a una joven estudiante de coreografía quien manifestaba su enojo y desilusión ante el hecho de que su obra “no había sido exactamente como había pensado”, lo que suponía para ella que “no había tenido suficiente rigor”. Rememoro también que algunos de sus maestros le decíamos que esa supuesta falla le había permitido convertirse en una descubridora y no en una ilustradora de conceptos previos y que es bueno que una obra termine en sitio diferente al de su inicio. Componer es efectivamente viajar.
     Claro, el problema aquí es cómo no dar lugar a la arbitrariedad, cómo ubicar la brújula que nos permita no perdernos al elegir las rutas del periplo de una obra específica, que se va desplegando, además, en el propio trabajo de su construcción. A mi juicio, y sé que no estoy diciendo nada nuevo, toda obra está dirigida por una voz, por un canto, al que es preciso aprender a donarle la atención comprometida de nuestra escucha. Canto de sirenas al que es necesario ceder, para desplazarse. De más está decir que en ese canto viajan nuestros deseos y que estos forman parte, a su vez, de los debates entre los diversos proyectos de organización social. No deseamos ingenuamente, ni en abstracto. Lo hacemos en tanto que personas constituidas y constituyentes de la dimensión social.
     Es a partir de la ubicación de este canto (ubicación aproximativa, abierta, umbrosa) que podemos empezar a decidir qué procedimientos discursivos le son pertinentes y cuáles accesorios a esta obra específica que estamos, y nos está, construyendo. Señalo esto porque no quiero olvidar que en última instancia, lo que está en juego es una objetivación,  una obra habitada por la densidad de operaciones semióticas específicas, y que si hago referencia a la preeminencia del canto, a su divagar sinuoso pero persistente, no es para eludir la concreción de la obra sino para indicar la riqueza depositada en la incertidumbre de su origen. En este sentido, recuerdo las palabras de Roberto Calasso sobre el saber de las ninfas, en su hermoso texto La locura que viene de las ninfas, en el que nos advierte que su palabra acuosa, nacida en los manantiales del inconsciente, es, al mismo tiempo, invitación al saber, pero también peligro de ahogamiento, de naufragio. Y, por supuesto, también juzgo absolutamente necesario que nos hagamos cargo de las implicaciones éticas, políticas, estéticas, simbólicas (entendidas estas categorías en un sentido muy amplio), que de cara nuestra colectividad, posee la canción que estamos enunciando y que nos está nombrando.
     Como puede advertirse, método es para mí la danza dialéctica entre estrategia y táctica, entre saberes-herramienta y viaje composicional, entre la apertura al divagar esencial de los cantos y la asunción de sus retos y querellas a y con el imaginario personal y colectivo. Pero lo primero, lo insustituible es la capacidad de escucha del canto. Porque ahí viaja lo que fisura el muro de las certezas, lo que nos demanda esfuerzo de enunciación, darle voz a lo no dicho, pero que nos invita a nominarlo. Y no olvidemos que ganar(se) el derecho a enunciar, y ejercerlo, es una esencial tarea política. Bajo esta perspectiva, enseñar composición, y componer, es de manera fundamental, aprender y enseñar a escuchar(se)(nos).
     Cantemos.




Bibliografía

Carroll Lewis, La caza del Snark, Grupo editorial tomo, México 2002.
Carroll Lewis, The complete stories and poems of Lewis Carroll, Geddes & Grosset, USA 2001.
Calasso Roberto, La locura que viene de las ninfas y otros ensayos, Sexto piso, México 2004.
Morin Edgard, Introducción al pensamiento complejo, Gedisa, Buenos Aires.
Shklovsky Víctor, Einsenstein, Editorial Letras Cubanas, La Habana.