domingo, 12 de junio de 2011

De enunciaciones y política (apuntes sobre la danza escénica contemporánea mexicana)

(Texto publicado en la revista Blanco móvil)

Lo que sigue son tres breve “calas” en problemáticas políticas de la danza contemporánea mexicana nacidas de la invitación del buen Eduardo Mosches a compartir reflexiones sobre las últimas décadas de nuestra danza escénica. Por supuesto que estas consideraciones no son ni “objetivas”, ni exhaustivas. Son sólo palabras propuestas para la discusión. Y lo de político debe entenderse en un sentido amplio, como una dimensión social de la ética, como los proyectos en los que nos esforzamos en virtud del mundo que deseamos habitar y heredar. De acuerdo con esto, en las siguientes líneas se habla de problemáticas de la enunciación coreográfica y su relación con el debate sobre la contemporaneidad, de los avatares de la organización gremial y de la micropolítica que jugamos y nos juega en el ejercicio cotidiano de nuestro oficio.

I                                                                                            

¿Cómo escribir en pleno siglo XXI sobre la danza contemporánea mexicana, una danza nacida como parte de los esfuerzos colectivos postrevolucionarios por definir una enunciación simbólica propia, no colonizada y arraigada en la cultura popular? ¿Cuál es nuestra relación con respecto a nuestro origen –un inicio plenamente “moderno”, tributario de los sueños y empeños libertarios que atravesaron apasionadamente buena parte del siglo XX-? ¿Esta impronta es una ventaja o un lastre? ¿Será que este comienzo nos obstaculiza el abandono de los paradigmas de la danza moderna y nuestra entrada plena y desprejuiciada a la tierra prometida de la contemporaneidad cabal?

    Si planteo lo anterior es sobre todo porque en diálogos y encuentros –artísticos, teóricos y de esfuerzos organizativos como los de mi amada red sudamericana de danza- con compañeros y compañeras de América del Sur y del Caribe, la cuestión del “atraso” de la danza escénica mexicana se presenta como una constante.

    Contempladas las características fundamentales de nuestra danza desde la perspectiva de los actuales métodos de composición dominantes en los festivales internacionales, efectivamente, eso que en México denominamos danza contemporánea, parece no tener mucho de contemporáneo. Si el “corte” entre modernidad y contemporaneidad en la danza escénica está dado por un conjunto de desplazamientos entre los que se cuentan el abandono del pacto entre los códigos corporales de entrenamiento y el lenguaje utilizado en las obras coreográficas, la ruptura de las lógicas “dramatúrgicas” de composición de la escena en beneficio de discursos “performáticos”, la autonomía de la danza con respecto a la música, la ampliación de los géneros coreográficos (la danza-experimento, la danza-ensayo,  la danza-instalación, etc.), y el énfasis en la procuración más de experiencias de sentido que se “presentan” que de lecturas originadas en experiencias de ficción que se “representan”, nuestra danza, por lo menos en sus lógicas predominantes, realmente, no es contemporánea, sino moderna.

    En general, nuestra danza, en un amplio abanico que comprende diversas generaciones, zonas geográficas, distintas escuelas y variadas propuestas discursivas, es ferozmente estetizante, de alta exigencia técnica y de prolija concreción escénica. En verdad, sí estamos muy determinados por los paradigmas dancísticos modernos de los fundadores y fundadoras. En cierto sentido, nuestra danza no se ha enterado todavía de que debería estar exhausta…

    Creo que el camino particular de la danza moderna-contemporánea mexicana  ha logrado conformar un valioso capital cultural no suficientemente aquilatado por nuestra propia sociedad (incluidos nuestros compañeros artistas de otras disciplinas). Este capital cultural ha sido posibilitado y, al mismo tiempo ha sido acotado, por circunstancias y consideraciones como las siguientes:

1) El haber nacido -se apuntó ya líneas atrás-, como parte del esfuerzo social de inicios del siglo XX mexicano, empeño sustentado en demandas y deseos colectivos que el estado postrevolucionario vehiculó –por supuesto que de manera deformada debido a su naturaleza bonapartista- en sus políticas culturales.  

 2) La acumulación de un conjunto amplio de conocimientos técnicos y escénicos eficaces, a lo largo de esfuerzos ininterrumpidos que se extienden desde la década de los años treinta del siglo pasado –momento en el que se fundan las primeras escuelas y compañías- hasta los días presentes.

3) El establecimiento de una suerte de tradición educativa y artística esteticista (característica que se expresa tanto al nivel de la ejecución de los bailarines como en la cuidadosa producción del todo de las puestas en escena). Estabilidad del haz de paradigmas en los que se arraigan las prácticas de nuestra danza, que es producto, entre otras cosas, tanto de la dialéctica entre la supeditación a y la apropiación de las técnicas de formación y de los lenguajes dancísticos metropolitanos, como de la formulación de aportaciones propias. Este juego en el terreno de la micropolítica de la enunciación le ha dado a nuestra danza un perfil propio, más allá de influencias y tributaciones obvias (la danza moderna, contemporánea y posmoderna norteamericana, o la danza teatro alemana, por ejemplo). Perfil particular: danza sofisticada, cultora –para bien y para mal- del “buen bailar”, preocupada por dialogar con su circunstancia social, rebelde en su imaginario, pero al mismo tiempo, muy ceñida a los códigos del sistema de las bellas artes.

4) El mayor peso de la continuidad que de la ruptura. Asunto que ha permitido un alto nivel de excelencia artística que es, al propio tiempo, tanto posibilidad de desarrollo de nuevas posibilidades discursivas, como, y esto es necesario subrayarlo y repetirlo, obstáculo denso a la ampliación de caminos dancísticos, porque si bien el desarrollo específico de nuestra danza está cargado de riquezas y logros, está comenzando a rigidizarse en virtud del predominio de actitudes endógenas. Como en muchos terrenos de la vida social mexicana, sus  contradictorios logros son también la fuente actual de sus limitaciones.

    Todo lo dicho anteriormente nos invita a pensar de manera más atenta las relaciones entre tradición y ruptura, tradición y tradicionalismo, singularidad y universalidad, "atraso" y "contemporaneidad" de nuestra danza. ¿Porque quién define qué es la contemporaneidad? ¿Cómo se la ubica? ¿De acuerdo con qué criterios? ¿En dónde está anclada? ¿Es una sola? ¿O existen varias pero sólo unas pocas son validas? ¿Es un problema evolutivo, de crecimiento lineal? ¿O es un asunto de poder, de colonización? ¿Son estas preocupaciones pertinentes o el tiempo homogeneizado de la posmodernidad globalizada las ha periclitado?

    Ante estas preguntas encuentro dos respuestas extremas. La primera es la que se resume en la opinión de una bailarina de la zona del Río de la Plata, quien durante los trabajos del encuentro Diálogos México de 2008, planteó la conveniencia de que viniera un curador alemán para que nos dijese “qué es lo que se debe hacer en la danza contemporánea”. La segunda es la que escuché de un coreógrafo y bailarín de la isla de Santa Lucía, durante  la celebración del Taller del Mundo (encuentro que reunió en Martinica a coreógrafos y bailarines del Caribe, en el 2009), acerca de que “aproximarse a la problemática de la coreografía desde una perspectiva conceptual es pagar tributo a la neocolonización europea”.

    En los dos casos hay mundos excluidos, simplificaciones. La primera respuesta es obvia en sus implicaciones: repite la conocida, y todavía dominante, noción de “progreso”, de “avance” adherida “naturalmente” a las estéticas de los países metropolitanos, a las que los artistas de las sociedades del Sur debemos seguir “para no llegar tarde”. La segunda hace el elogio de un solipsismo reivindicado como lealtad a una “identidad” cerrada, inamovible. Doble sacralización: la del mitificado tiempo metropolitano (quién dijo que su reloj era “el” reloj), la de una supuesta condición original, querubínica (viviéndose a sí misma en el tiempo sin tiempo de la circularidad).

    No se trata de situaciones nuevas. Es sabido. Sin embargo, continúan operando en nuestro amplio país de la danza escénica latinoamericana. Por un lado, me he encontrado a pontificadores jerarquizantes de la mayor o menor contemporaneidad de propuestas coreográficas concretas, a las que se le aplican criterios generales de validación, que hacen abstracción de sus condiciones específicas de enunciación. Por otro, he escuchado juicios acerca de la no “dancisticidad” de las obras de los coreógrafos latinoamericanos que estudiaron en Amsterdam.

    Para trascender estos encuadres simplificadores me parece necesario lograr para nuestra danza lo que otras prácticas artísticas latinoamericanas (como la literatura y la plástica) han producido en sus ámbitos de elaboración simbólica: la autonomía de enunciación. A lo que habría que añadir una redefinición de la categoría de contemporaneidad, entendida no como “alcance” de una estética prestigiada dominante, sino como la pertinencia problematizadora y complejizante de una específica producción simbólica que dialoga con el imaginario de su sociedad.

    Precisamos articular las propuestas de Néstor García Canclini (culturas híbridas) con las de Boaventura de Sousa Santos (las epistemologías –y estéticas- del Sur). Es decir, requerimos producir recorridos de enunciación dancística híbridos, mestizados, dinámicos, abiertos, dialogantes que, a partir de  la definición de un arraigo (nuestra moviente, que no estática, condición sureña), nos permitan tomar del pasado, del presente, o de lo inexistente, de lo propio y lo ajeno, de lo lejano y lo cercano, aquello que necesitemos para nombrarnos (y ya se sabe que nombrarse es constituirse).
    Vale decir, lo contemporáneo radicaría no en el origen temporal de los materiales discursivos involucrados en una enunciación dancística concreta (que podrán provenir del pasado moderno o de las más reciente elaboración posmoderna y fluídica), sino en la asunción de un lugar propio donde enraizar un nombrarse, es decir, un producirse. Y si bien la definición de este lugar nos abre al presente y al futuro, no podrá hacerse hurtándonos la historia propia. Se trata también de hacer bailar juntos a Ernst Bloch (principio esperanza, razón utópica) y a Walter Benjamin (el ángel de la historia y sus tareas mesiánicas).

    De cara a lo dicho, sí creo que a la danza escénica mexicana contemporánea le está pesando su recorrido. Quizá el largo aliento que comenzó en las primeras décadas del siglo pasado ha llegado a su fin. Quizá este pulir un perfil propio nos ha hecho endógenos. Precisamos dialogar con los diversos mundos, reformularnos, renombrarnos, sin renunciar a nuestros valiosos capitales culturales. A mi juicio, necesitamos ampliar el abanico de lo que entendemos por “dancístico” y “coreográfico” (que lleguen los nuevos géneros, los nuevos procedimientos), requerimos también ahondar la transformación de la pedagogía (trascender definitivamente las prácticas devaluatorias de la autoestima de los estudiantes), nos urge transformar libertariamente los diversos niveles de nuestra micropolítica dancística (en el salón, en el grupo, entre compañías), precisamos también escuchar más atentamente las historias políticas de nuestras corporeidades, aventurarnos más allá de la burbuja del sistema de las bellas artes, y asumir lo que significa bailar en una sociedad gobernada por una derecha profundamente antidemocrática, enemiga de los goces del cuerpo y que aplica criterios de gestión empresarial a la cultura.

    Precisamos, en fin, un cambio radical de paradigmas, en cuya consecución nos son útiles nuestro pasado-presente (nuestra impronta “atrasada” re-moderna) y las nuevas formulaciones de lo más contemporáneo de lo supercontemporáneo. Siguiendo a Morin, nos es necesario permitirnos que el mundo (los mundos, internos y externos, propios y ajenos) nos haga ruido, para que nos reformulemos de manera más compleja. Nos hace falta una revuelta en la que las demandas, retos, alegrías y responsabilidades implicadas intensamente en los sujetos dancísticos que se saben encarnados, se potencien y se formulen como derechos y posibilidades de la existencia de todos y todas.

    En el país de los cuerpos mutilados, de los feminicidios, de los niños asesinados por “balas cruzadas” en los retenes militares, la alegría y complejidad de la danza nos es necesaria y podemos –debemos- aportarla. 


II

En 1985, bailarines y coreógrafos de la ciudad de México, conmovidos por las consecuencias del terremoto, se integraron desde el territorio de la especificidad de su trabajo a la amplia respuesta ciudadana a la inusitada situación. Llevaron su danza a los damnificados, a las calles, campamentos y plazas, y de esta manera, se enlazaron con las presentaciones escénicas en espacios públicos que nuestra danza ha realizado casi desde su origen. Fue un momento en el que la sociedad civil ejerció la autonomía, separándose de un gobierno torpe y vertical, al que se opuso con una generosa, solidaria y eficaz horizontalidad.

    Esfuerzo colectivo que llevó a diversos intentos de autorganización ciudadana –vecinal, por ejemplo- y que repercutió también en el campo de la danza escénica. De alguna manera, lo acontecido durante las semanas y meses que siguieron al temblor, ayudó a que los bailarines y coreógrafos del llamado movimiento independiente, buscaran una forma autónoma de organización gremial. Eso quiso ser DAMAC (Danza Mexicana Asociación Civil), agrupación fundada en ese mismo año de 1985.

    DAMAC quiso quebrar los hábitos políticos de nuestro gremio. Si, debido a su origen en el marco de las políticas culturales del estado postrevolucionario -que otorgó el entramado institucional (escuelas, financiamientos, circuitos de distribución de obra, etc.) que le dio soporte a su desarrollo-, nuestro gremio no tenía mucho ejercicio de la autonomía, DAMAC se planteó como un intento de lograr independencia por vía de la constitución de un sujeto colectivo. Colectividad que no se pensó sólo como instrumento de negociación ante el estado, sino, sobre todo, como instancia de generación de proyectos propios, compartibles con otros sujetos colectivos pares. De esta manera, por ejemplo, junto con la UVyD (Unión de Vecinos y Damnificados) se organizaron los encuentros de danza callejera y los amplísimos festivales del Día Internacional de la Danza. Actividades a las que se sumaron la generación de una amplia labor de elaboración comunitaria –entre bailarines, coreógrafos, promotores, profesores y críticos- para definir reivindicaciones, planes de trabajo, tabuladores, y para nombrar democráticamente representantes ante las instancias consultivas de que la Dirección Nacional de Danza del INBA de aquellos años se había dotado.

     Se trataba de vivir la dignidad del hacedor de danza como productor directo, de no reproducir las lógicas cortesano-clientelistas-pedigûeñas a las que la gestión priísta de la política nos había acostumbrado-maniatado. Fue una hermosa experiencia de horizontalidad, que los cambios en la situación política (básicamente el salinato y su profundización del llamado modelo neoliberal), las pesadas inercias del campo (que privilegian el trato directo con la autoridad) y los errores propios (el mucho voluntarismo del colectivo dirigente de DAMAC, por ejemplo), llevaron a su conclusión al inicio de la década de los noventa.

    El salinato significó un reto contradictorio para el gremio: por una parte, la creación del FONCA y el CONACULTA y su red de becas, encuentros, etc., de alguna manera parecía responder a demandas legítimas de los artistas, por otra, el sustento de la acción de las nuevas instituciones en una lógica eficientista que se justificaba –y justifica- en un apoyo a la “excelencia” favoreció la fractura de la solidaridad y la magnificación de la competencia entre los productores directos de la danza. La lógica del sujeto colectivo fue derrotada en beneficio de las disputas, las mutuas descalificaciones y el dibujo de un mapa de las relaciones entre los integrantes del campo, en el que unos ocuparon zonas relativamente estables, sedentarias,  y privilegiadas y otros se afanaron en las vastas zonas vulnerables de las tribus nómadas. Pero eso sí, todos, sedentarios y nómadas, tributarios del aparato de captura o de las máquinas de guerra (siguiendo a Deleuze y Guatari), asentados en el paradigma del sistema de las bellas artes. No podía ser de otra manera, entre otras muchas cosas, por razones históricas de la constitución de los campos artísticos en occidente y porque la redefinición salinista de los campos significó, en el mejor de los estilos priístas, la configuración limitada de condiciones de producción y reproducción de las prácticas artísticas acaparadas por y articuladas a la iniciativa y necesidades del estado autoritario (con el Ogro Filantrópico topamos…).

    Pero si bien lo escrito inmediatamente líneas arriba es cierto, también es verdad que ya había comenzado el desplazamiento del modelo de gestión cultural basado en la necesidad de generar un consenso identitario estado-nación en el territorio del imaginario colectivo al modelo eficientista-gerencial en el que el énfasis se pone en la racionalización de los gastos y en el apoyo a productos de “excelencia” (modelo enfatizado por los gobiernos panistas). Desplazamiento que implicó, y sigue implicando, la progresiva reducción del gasto estatal destinado a la cultura, y la consecuente erosión de la situación del conjunto de los artistas.
   
    Ante este difícil paisaje, los hacedores de la danza realizamos, en el segundo lustro de los noventa, un nuevo intento de constitución de un sujeto colectivo que se denominó de manera significativa e irónica Especie en extinción. Fue un esfuerzo diplomático y cuidadoso de coincidencia entre los integrantes del gremio (esencialmente de los coreógrafos), a partir de la constatación del hecho sabido, pero no nombrado, del mucho daño que nos había hecho la competencia y la jerarquización. “No nombrar lo polémico, para no desunirnos” pareció ser la consigna soterrada, cortés, pero ineficaz, que sustentó los trabajos de la nueva agrupación. Porque este silencio amable, que eludía la elucidación de las causas –particularmente en el terreno de las diversas opciones éticas que habíamos tomado en relación al mundo institucional- nos condenó a la inacción.

    Confrontar DAMAC y Especie en extinción es útil para entender los cambios que se estaban produciendo en la micropolítica del campo. DAMAC puede dibujarse como una asamblea discutidora y horizontal en la que se buscaba que participaran los diversos oficios de la danza (coreógrafos, bailarines, profesores, críticos, maestros, espectadores comprometidos, artistas coincidentes) y las diversas vertientes dancísticas (contemporánea, clásica, folklórica, de “show”). Esta asamblea dio lugar a un equipo directivo cuya dinámica voluntarista lo separó del colectivo original que empezó -luego del momento excepcional inaugurado por “el 85”-  a recuperar sus hábitos políticos “eficaces”, no confrontativos de una autoridad con la que desea pactar. Digamos que la asamblea se dispersó y que el colectivo de dirección se quedó solo, coloquialmente, “chiflando en la loma”, y sin una clara lectura de las lógicas que estaban operando, lo que lo llevó a no trascender una actitud exhortativa.

    Especie en extinción fue también una asamblea horizontal pero constituida según el modelo del sistema solar: había un núcleo directivo no explicitado, en torno al cual se iban distribuyendo, en diferenciadas órbitas, los diversos coreógrafos de danza contemporánea. Esta reducción en el abanico de los integrantes era una ratificación acrítica, ingenua, de la definición del diferenciado peso de los integrantes del gremio en función de las lógicas institucionales: los coreógrafos son habitualmente también los directores de grupo y fueron los primeros beneficiados y reconocidos por el sistema de becas. Hay que agregar que la actitud no confrontativa fue la dominante en Especie en extinción. En cierto sentido, puede decirse que este colectivo, en su justa pretensión de huir de la politiquería, y al plegarse al temor de quedar institucionalmente desprotegido, se sustrajo de la eficacia al renunciar a lo mejor de la política –el empeño por un proyecto inclusivo, complejo, contradictorio, pero compartido entre los pares-.

    Con la llegada de Fox a la presidencia de la república y el consecuente ahondamiento de la aplicación del modelo gerencial de gestión cultural, la tendencia organizativa conservadora de las personalidades dominantes del gremio se magnificó. Explicablemente temerosos, y sin duda con las mejores intenciones, formaron el Colegio de Coreógrafos, haciéndose eco, a mi juicio, de los mismos criterios jerarquizantes institucionales que estaban minando al gremio. Ante el agostamiento de las condiciones de trabajo dancístico se constituyeron en una instancia de validación de calidades, accesos y pertenencias, aplicada al interior del campo, pero jugada ante las instituciones. Ejercicio de valoración, sustentado en sus innegables trayectorias y saberes, con el que buscaban legitimarse y ganar peso ante las autoridades y para el que buscaban la adhesión entusiasta del conjunto del campo. “Todos somos el Colegio”, decía una de sus fundadoras, pero no todos podían pertenecer a la agrupación (en un dilatado principio se accedía exclusivamente por invitación). Digamos, se trató de una suerte de organización despótica ilustrada, que ejercía su poder al lado, pero en consonancia, de los verdaderos centros de decisión cultural.

    Por eso no es casual que cuando jóvenes intérpretes y coreógrafos, que dieron lugar a la compañía Tierra independiente -en su lucha por lograr una salida justa de Ballet Independiente, salida en la que se reconocieran sus derechos y mínimas prestaciones (2002)-,  llamaran a la formación de una Coalición de bailarines, es decir, una agrupación afincada en la categoría más general e incluyente del gremio: la de “bailarín”. En el fondo, lo que estaba implícitamente enunciado en esta formulación es la necesidad de transitar en sentido inverso al de la jerarquización y la exclusión. Cabe señalar que esta organización fue de corta duración y que no contó con una amplia respuesta por parte del conjunto de los integrantes del campo, debido, quizá, a que sus labores estuvieron muy ceñidas a la problemática particular de sus impulsores (quienes, afortunadamente, lograron sus objetivos). Con todo, me parece que señala un camino a ampliar, una lógica a asumir.

    En este momento, los problemas más grandes que advierto para lograr una nueva organización gremial, incluyente, democrática, es el de quiénes, con qué proyecto, y, sobre todo, con qué autoridad moral podría llamar a conformarla. Me parece que hay que restablecer la confianza entre nosotros –a nivel inter e intra generacional-, a partir del reconocimiento a la pertenencia común y primera a la valiosa condición de productor directo, con base en la elucidación crítica de nuestros aportes a la poiésis social mexicana (qué hemos problematizado estéticamente, cómo le hemos hecho), con la asunción del “nosotros” como categoría amplia y no reducida sólo a los inmediatamente próximos, y, sobre todo, con un habitar la micropolítica cotidiana de la danza de manera éticamente comprometida y congruente.

    A lo dicho, hay que sumar el hecho de que si bien todos podemos reconocernos en la condición compartida de productores directos de la danza, la pertenencia al campo sí es diferenciada, desigual. El sistema de becas y apoyos, en virtud de su adjudicación más o menos estable a un constante grupo de coreógrafos, bailarines y compañías (de cuyo compromiso profesional y artístico  no tengo ninguna duda), sí ha producido, por lo menos, dos zonas “geopolíticas” (las que metafórica, y aproximativamente, denomino “los sedentarios” y “los nómadas”-de cuyo compromiso profesional y  artístico tampoco tengo ninguna duda-), que suelen desconocerse mutuamente. Considero que sí nos posible –y necesario- que luchemos todos juntos por condiciones de producción y circulación de obras y de seguridad social justas, dignificantes, transparentes, más allá de nuestros diferentes criterios y apuestas estéticas y más allá de nuestras diferentes fortunas o desventuras. Máxime cuando la decantación de la lógica estatal eficientista tiende a fortalecer un polo estabilizado de coreógrafos e intérpretes –por ejemplo, la creación de una suerte de Compañía Nacional de Danza Contemporánea- y, sobre todo, porque estamos ya en un momento de verdadero recambio generacional: es tiempo de preguntarnos qué país de la danza queremos heredar a nuestros jóvenes intérpretes y coreógrafos, a quienes desde ya nos continúan.    


III 
   
Estoy convencido de que la vida cotidiana es el territorio verdaderamente definitorio de la validez de la ética, la historia y la política. ¿En qué otro sitio se vive sino en el día a día, en la densidad del mundo que se comparte con los otros? Densa, y al mismo tiempo, evanescente inmediatez del estar juntos que la práctica de la danza nos recuerda de manera ineludible. Porque  danzamos con los prójimos y las prójimas –es decir, sudamos, olemos, somos olidos, cargamos, somos cargados, tocamos, somos tocados, adivinamos, somos barruntados a los otros y por los otros-. La danza es una experiencia que nos confronta con los riesgos, goces, retos, responsabilidades, abismos, venturas y desventuras de la ineludible proximidad. La danza es también una actividad de desnudez, no sólo física, sino fundamentalmente afectiva, óntica: quien danza, se abre. La danza es además un recordatorio de que es posible vivir con alegría: quien se mueve, descubre las sonrisas de su cuerpo. Por todo esto, la danza es una radical invitación a hacerse cargo, responsablemente, de la fragilidad y la dignidad de los otros. En este sentido, la danza es toda ética, toda política.

    Y lo dicho se vive casi siempre al interior de colectividades: el grupo de danza, la escuela, el salón de clases, la tribu de amigos, el campo artístico. Se trata de pequeñas comunidades en las que la corta distancia de las relaciones magnifica las repercusiones del buen o el desprolijo trato. Agréguese la circunstancia de que en este trato no sólo intervienen las diversas vertientes de la dimensión fáctica, sino también los laberintos y fantasmas de nuestra condición deseante. La danza es también, por lo tanto, un llamado a la cuidadosa escucha de la complejidad de la persona.

    Y todo esto ocurre en situaciones en las que la distribución de poder es desigual: coreógrafo-intérprete, profesor-estudiante, crítico-grupo dancístico, hombre-mujer. Y de esta desigualdad, de esta complejidad y frágil riqueza hay que hacerse cargo para potenciar todo lo que de civilizatorio tiene la danza. 

    Si señalo lo anterior es porque me parece que todavía es tarea pendiente para un número considerable de hacedores de la danza asumir cabalmente las implicaciones ético-políticas de nuestra práctica. Implicaciones liberadoras, enriquecedoras de la experiencia, necesarias e ineludibles en una sociedad tan despiadadamente patriarcal como la nuestra. Paradigma autoritario que sojuzga de manera desigual pero incluyente a mujeres y hombres. A nadie hace libre el patriarcado.

    Me parece que los hacedores de la danza de nuestro país podemos aportar la necesaria fineza de trato en el terreno de la micropolítica que nuestro arte nos demanda a los esfuerzos colectivos por construir una sociedad justa. Hay que tomarse en serio eso de que la que danza es un escándalo para el pensamiento autoritario. Hay que tomarse en serio lo que significa danzar en un país gobernado por la derecha clerical enemiga, entre otros, de los derechos corporales del ciudadano y la ciudadana. Y también hay que tomarse en serio el negarse a la aparente fatalidad de la cosificación capitalista, en cualquiera de sus vertientes: la de la violencia legitimada del capital “decente”, la de la violencia ilegítima y brutal del capitalismo delincuencial. Claro está que no son lo mismo, pero sí comparten un esencial desdén por la sacralidad de la persona. Y la danza nos recuerda que toda persona –irremediable y venturosamente encarnada- es sagrada, es decir, que posee una dignidad original de la que debemos hacernos responsables.         

    Recuerdo a los jóvenes bailarines y coreógrafos de diversas ciudades de nuestro país con los que compartí el Seminario Nacional de Composición Coreográfica (que se realizó en la Ciudad de México en noviembre-diciembre pasados) y me lleno de esperanza: por su calidad y calidez humana, por su comprometida y propositiva audacia artística, por su disposición a escuchar, por su alegría y muchísimas preguntas y elaboraciones. Me digo, si estos jóvenes son tan luminosos es porque ha habido un esfuerzo social para propiciar y acompañar su decisión de construirse transparentes y comprometidos. Esfuerzo del que forman parte sus profesores – en su mayoría bailarines y coreógrafos que iniciaron su vida profesional hace treinta años y que fueron herederos de los fundadores-. Me digo, hay una sociedad mexicana que se quiere digna, feliz, no avasallada. Es con la comunidad con la que deseo bailar.

    Dancemos.