martes, 19 de abril de 2011

San Lázaro (a Cira)

(Este breve texto lo escribí apenas llegando a la EICTV en San Antonio de Los Baños, Cuba, en enero del 2006. Tenía 12 años de no regresar a la Isla, territorio que me imanta desde hace décadas)

Hago casi todo el viaje con los ojos cerrados. Tras los párpados, cortinas sosegadas, hierven los recuerdos. La Habana extiende su populoso laberinto y me lleno de imágenes: las miradas enormes y directas, los muslos confiados de las adolescentes, las vestimentas que pavonean sus estallidos, las voces que eluden el murmullo. Ésta es la tierra de la corporeidad dignificada. Cuerpos plebeyos en multitud diciéndose, afirmándose, confiados. Tuve aquí un arduo amor, con una mujer de inteligencia de aspas.

Viajo en el avión con los ojos cerrados. Hace doce años que no visito la Isla y hace más de veinte que ya no me esperan en la casa frente al Parque de los Mártires, casi en la esquina de San Lázaro. Viajaba yo como un delfín pacífico. En la memoria, sus delgadas y firmes manos que repasan las hojas amarillas en las que vuelan poemas, los desayunos sobrios de té y galletas, su habitación de camarote, las almohadas bordadas de su cama, su cuerpo sabio, tibio y frutal. Hija de campesinos, sus poemas indagaban en la audacia de la libertad. "Prefiero mi soledad", su soledad hirviente, elegante y turbulenta, a mi  infinita torpeza y conflictividad.

Viajo en el avión con los ojos cerrados. Al descender descubro que el aeropuerto ha sido modernizado y que no me espera nadie de la escuela de cine (en realidad, no me espera nadie, o casi...). Acepto entonces la propuesta de un taxista que se ha percatado de mi situación (¿cómo llego a San Antonio de los Baños?) en virtud de su entrenado ojo cubano para descubrir extranjeros en apuros y vuelvo a aventurarme en esta cubana realidad que siempre me sorprende: en el camino, el chofer decide abruptamente hacer una parada en su casa para presentarme a su familia y tomar café. Me resigno primero, es que se trata de una imposición y no de una sugerencia, y luego lo disfruto y celebro porque la ruda amabilidad es transparente y pronto me veo involucrado en los ritos de esta familia que decide acompañarme toda en el viaje a la escuela y que aborda el auto hasta con la abuela y me regala una sesión de tocacintas, a todo volumen, para que pueda oír cantar y ver bailar a la más pequeña de las niñas. Verdadero road movie cubano de un encuentro. Gozo ante el desanfado de su gozo. Me sorprendo agradecido ante el delirio de su risa y su locura onomástica: Honey y Yailín son los nombres de las niñas.

Camino por San Lázaro con los ojos abiertos sabiendo que no volverá a ocurrir el no pactado encuentro de hace doce años. Descendía por la avenida hacia el Parque de los Mártires y la vi aproximarse en esa tarde iluminada de amarillo. "Díme, ¿no me ibas tú a visitar?" (¿pero qué otra cosa iba yo a hacer casi en la esquina de Infanta?). Ahí estaban su rostro y su voluntad. La dulzura agreste de su ternura y su dolor sin consuelo. Ahí estaba yo, desnudo y sin resguardo, en medio del aullido de la luz de la ciudad. Cada uno en su ribera, sin lazarillo, mirándonos. Muertos para ese amor, pero resucitados: le presento a Lourdes, la mujer que amo, conoceré luego a su esposo y a su hijo.

Camino por San Lázaro con los ojos abiertos en esta tarde otra, después de recorrer el mapa sentimental de nuestros lugares. Paso de largo frente la casa de la que ahora está ausente (la muchacha del arduo amor vive ahora frente al Mediterráneo) y me digo que no es verdad, pero que es cierto, que el nombre verdadero de una ciudad es el misterio del rostro de la mujer amada que en ese sitio te interroga. Ojos de esa mujer que se desataba en inteligencia y risas.

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