domingo, 29 de agosto de 2010

Ecuador: el viaje a la semilla en el oráculo del espejo vacío (papeles de viaje 2)

La imagen: "viaje a la semilla" porque, como ya apunté, fue un confrontarse con las razones irrenunciables de mis actos, "en el oráculo", porque este descenso a las raíces se quiere soporte de los próximos, variados y multiplicados pasos (morí, pero, paradójicamente, no estoy muerto), y "espejo vacío" porque no hay certezas identitarias que nos excusen del esfuerzo y de la duda; en realidad, se trata siempre de un producirse, de un hacerse laborioso y tanteante, que deseo amable y comprometido con los otros y conmigo.

En la carta coreográfica de Mercedes Balarezzo (llamada "A quien corresponda"), la imagen central es, precisamente, la de un espejo vacío. Me encanta: es un espejo puerta, un muro sin azogue que es umbral, invitación a la aventura, al viento. Eso fue este viaje: reconocer "lo que amo y defiendo" (que es el bello título de una antología de poesía rusa) como brújula -al propio tiempo, referencia y bruma evanescente- necesaria para andar campos y campos que en cada instante modifican sus paisajes.

Lo primero, fue lo que corresponde a la danza. Las presentaciones de nuestras cartas coreográficas ocurrieron en un ámbito de recepción que fue desde la participación en un evento de carácter académico-vanguardista en Quito, la capital, a una función compartida con una conmovedora compañía semiprofesional de jóvenes bailarines de la ciudad de Puyo, en la entrada de la Amazonía, pasando por funciones en espacios teatrales prestigiados y formales (como el Teatro Prometeo) y por representaciones en espacios públicos escénicamente desprotegidos (casinos, canchas deportivas y patios escolares). 

Multiplicidad de espacios y de públicos que nos posibilitó, o, lo digo en primera persona, me permitió recuperar -luego de lustros de FONCA y amurallamiento de nuestra danza contemporánea mexicana en el circuito prestigiado del sistema de las bellas artes- el origen de nuestra danza moderna: la enunciación dancística como hecho político de dignificación en el terreno de los cuerpos propios, los imaginarios propios, los deseos propios. Esto fue particularmente claro en el caso de la compañía de Puyo, en la que muy jóvenes bailarines y bailarinas, merced a su comprometida asunción de la danza escénica como hecho que construye un sentido entre los sujetos que se dicen corporalmente y sus espectadores-pares, nos regalaron el agua fresca de la esencialidad dancística: bailar interrogándonos ante unos otros-nosotros que nos comprometen, exigen y celebran. La danza como un hecho compartido de producción y búsqueda de sentidos que nos comprometen comunitariamente. Fue conmovedor. Más allá de la técnica y el carácter local o "contemporáneo" del discurso dancístico, la verdad del lugar desde el que se enuncia y para el que se enuncia.

Tengo trece años (del posible libro "Cuaderno de las bendiciones")

A Laura

Tengo trece años y me estoy muriendo. Confinado a mi cama, en la que permaneceré dos o tres meses, sostengo mi ánimo con aquella actividad que ha fundado mi gozo desde que era un niño: la lectura. Acostado, leo y observo cómo se me hurtan los actos y los encuentros cotidianos –tengo una novia que decide mejor encariñarse con mi hermano, no puedo sentir la excitación, que tanto disfruto, de la corporeidad ejercitándose, y no me es posible conversar con Blanca, la muchacha serena cuyo rostro me recuerda a una de las gracias de Boticelli, y que meses después será mi nueva novia –.


Tengo trece años y me estoy muriendo, y leo novelas, revistas y, sobre todo, el volumen dedicado a los griegos de una enciclopedia rusa de filosofía que me ha regalado mi padre. Lectura para la que investigo diversas posturas que me permitan no fatigar los riñones, porque tengo una infección renal severa que me tiene al borde de la diálisis. Veo películas en la televisión durante las madrugadas de los sábados –RTC, Cine de Arte y su difusión de películas checas, húngaras, rusas y polacas, que quedan para siempre grabadas en mi imaginario plástico, afectivo y erótico-, y leo y pienso y pienso y pienso, e imagino y pienso y pienso y pienso y me esfuerzo en la disciplina –la dieta- y la paciencia –cuándo se irá la fiebre, cuándo dejaré de orinar sangre, cuándo me podré bañar- y pienso y pienso y pienso y pienso…

Tengo trece años y los misterios de la finitud y del amor me rodean, me anegan, me liberan, porque mi familia y algunos buenos amigos que vencen el temor de confrontarse con la posibilidad de la muerte, me regalan la amable hoguera de la conversación y del respeto. Todavía me sorprende y agradezco, por ejemplo, la atenta tenacidad de mi madre que tiene una honda fe cristiana que se cumple siempre en acciones de la vida práctica. Su fe es realista, pública, eficaz (y entonces no descuida las comidas sin sal, ni servirme yogurt, ni los horarios estrictos de las medicinas), mientras que la de mi padre es una fe púdica, como si en los varones fuese debilidad el diálogo azorante con la incertidumbre. Años más tarde, algunas semanas después de su muerte, encontré en medio de un libro una suerte de carta que se escribió a sí mismo para contarse las conmociones éticas y religiosas que le produjo mi enfermedad: libre pensador no sabía cómo pedir y cómo orar, y si le era lícito pedir y orar; resolvió el dilema, trascendiendo sus prejuicios, orando y pidiendo fuera del marco de cualquier iglesia, en el ámbito silencioso e íntimo de su conciencia. También se lo agradezco.

Yo también rezaba, esperanzada y silenciosamente, antes de dormir. Le decía yo a D’os que sí, que sí me gustaría vivir, que me gustaba vivir, que si no despertaba (porque me imaginaba el hecho de dormir como una privilegiada vía de acceso a la muerte, sobre todo después de un sueño en el que me sumergí en una oscuridad paradójica, densa, lisa, apretada y leve, hecha de una sombra purísima, al propio tiempo ligera e impenetrable para la vista), pues, que ni modo, pero que preferiría despertar y continuar viviendo. La alegría de amanecer, de continuar, me hacía celebrar, con chistes y con bromas hechas a mis padres y a mis hermanos, que era también una forma de acariciarlos, la apertura de ese día más anclado a la cama, a la enfermedad, a la paciencia, pero también a la imaginación y a la voluntad de sanar.

De esta experiencia me ha quedado un mapa vital bizarro en el que se anudan la certeza del amor (amé y fui amado), la conciencia de la finitud y su escritura de la condición encarnada, el respeto al misterio, la sonrisa luminosa de la fragilidad, y la voluntad de abrirle caminos a todas las labores del tacto (escribió Else Lasker Schüler: Vamos a reconciliarnos durante la noche/ Si nos acariciamos, no morimos {Lasker, 2001: 41 p.}).

También, claro está, de la enfermedad me ha quedado la sensación de ser un permanente espectador, de habitar privilegiada y atribuladamente la condición de desfasado, alguien que siempre quiere entrar en la acción pero se queda infructuosamente en la otra orilla, y un conjunto de hábitos neuróticos como el de la prisa permanente y el de la elusión del descanso.

Pero, sobre todo, lo que aprendí nítidamente es que la vida no quiere morirse antes de la muerte, que el ser humano es un cuerpo y una afectividad y una inteligencia enamoradas, dialogantes, y que es inmoral negarle al otro el disfrute amplio de la bondad de la creación.

Lourdes, la desnudez (del posible libro "Cuaderno de las bendiciones")

Lourdes me enseñó la entereza de la desnudez. Es toda plenitud en su desnudez: Me enseñó que no son las categorías de pudicia/impudicia las adecuadas para acercarse a la condición que prescinde del ropaje, sino las de dignidad/indignidad. Lourdes habita su desnudez con la conciencia indubitable de su dignidad. La dignidad que debiera sernos a todos una condición dada, indisputable, irrenunciable. Lourdes desnuda es la afirmación positiva del valor intrínseco de la existencia: la creación es buena. Y es ante esa dignidad radical, que es la verdadera belleza radical, que debiera definirse toda ética. Con su manera de vivir la desnudez, Lourdes me mostró que, en realidad, ninguna piel de sí misma vestida necesita ser justificada, porque es la metáfora sin metáfora de la bondad de la existencia por sí misma. Existencia sin velos que exige respeto. Lo exige, lo demanda, porque siendo toda dignidad la desnudez no tolera el mínimo menoscabo de la condición valiosa de la existencia. Entonces, la desnudez está más allá de los criterios de la estética convencional, más allá de las “razones” del mercado, más allá de la edad, es dignidad corporeizada que invita a la celebración, al testimonio y al respeto. La desnudez es la revelación de la santidad original de lo creado.


Ahora bien, la desnudez es santidad pero no es ingenua, quiero decir, conmueve, conmociona, crea problemas, porque para nuestra cultura se manifiesta inevitablemente en los territorios del deseo. La desnudez desvela nuestra esencial y constitutiva condición deseante ante la que también es menester asumir una definición ética. Y así como hay que habitar la desnudez, también debemos hacernos cargo de nuestros deseos. Estamos condenados a ser libres y también estamos condenados a ser deseantes, vale decir, a ser llamados por los ecos de la otredad, a ser yo-otros. La desnudez hace emerger nuestras maneras de aproximarnos al otro, nos confronta con las esenciales palabras buberianas (Sánchez, 1984) {Buber, 1977}, nos hace saber, experimentando, si privilegiamos la relación dialógica del ‘yo-tú’ o si somos tributarios de la instrumentalización propia del ‘yo-ello’. La desnudez desnuda, por eso, en su simplicidad y santidad, es un escándalo Cuento una anécdota: como parte de una exposición fotográfica de Jorge Izquierdo, excelente artista plástico con el que hemos colaborado por años, en el lobby del Teatro de la Danza, se exhibía la imagen de unas hermosas nalgas femeninas en una manta monumental. Esta fotografía era una interpretación de Jorge a una coreografía de Lourdes y fue retirada, con base en múltiples e inverosímiles pretextos, a partir de la amenaza de una connotada coreógrafa de cancelar su temporada en el teatro mencionado si la imagen permanecía en su lugar. Por fuera de una estética banalizadora -erotismo sí, pero con "buen" gusto- esa imagen contundente la provocaba. Enhorabuena.

Lourdes baila (del posible libro "Cuaderno de las bendiciones")

Lourdes baila. Es de nuevo afirmación cabal. Su cuerpo es el sabio surtidor de una luminosa energía que la recorre, y ella hace transitar, por todos los ramajes de la carne. Cuando danza se convierte en un impúdico torbellino cultivado, una aristócrata insumisa hendiendo a dentelladas el espacio. El sudor le hace una caricia de sal pero ella no es estatua sino relámpago indócil. Danza y el tiempo no es campana ni reloj sino incendio invisible. Es alfabeto su cuerpo, canción sus músculos, secreto dicho a voces su presencia. Lourdes baila: epifanía de lo visible en lo visible.

2005

Tárgum en una botella, 2005. (Proyecto Bará)

Proyecto Bará,
a Lourdes, con respeto indubitable, a quien me honró siendo feleségem.


I

Proyecto Bará es una extravagancia. Es una compañía artística interdisciplinaria que hace danza para “filosofar” (aunque ninguno de sus coreógrafos fundamentales, Lourdes Fernández y Javier Contreras, sea filósofo). Y se filosofa, es decir se piensa y siente, para que el cuerpo cante. Y se canta, se danza y se piensa para que la rebeldía desnude su rostro y nos interrogue con su mundo de promesas: bella como un motín de pobres escribió Octavio Paz.

II

Proyecto Bará es quizá la articulación entre la tesis XI de Marx sobre Ludwig Feuerbach y una lectura abierta del misticismo judío: bailar como quien vive la amada tesis XI del buen rabí Karl Marx. Esta articulación es social e históricamente explicable, en virtud del enhebramiento de las contradicciones de la condición posmoderna con los esfuerzos de definición de un rostro por parte de sujetos –nosotros- situados en la periferia de la occidentalidad, sujetos que se asumen, además, como personas en disputa con los roles de género y en la búsqueda de una ética erótica asentada en la confianza y la luminosidad.

III

Proyecto Bará es también una permanente dislocación (porque ha sido un esfuerzo para salirse de sitio: de la no escritura se hace una no danza para hacer una no filosofía que es poesía), una representación verídica, un baile de máscaras en el que toda escenificación es rostro en devenir, apuesta por las razones del tacto y por los retos de la fraternidad, el eros, el ágape y la ternura.

IV

Máscaras: mestizos judaizantes, marxistas franciscanos, exhibicionismo feminista, sátiros eticistas, ascetismos pulsionales, violencia de la ternura. Proyecto Bará o la fiesta de la contradicción.

V

Proyecto Bará: santificada alegría de lo obsceno en debate con la tibia pertinencia de lo políticamente correcto.

VI

Proyecto Bará: celebración de la gratuitad amorosa y de la audacia del enamoramiento: elogio de la desnudez y su punzante dignidad (encarnada metáfora sin metáfora, vestido sagrado porque D’os es el Nombre hecho epidermis, lectura extraña de Spinoza: si D’os y su criatura son la misma sustancia, entonces la desnudez es comunión en la transparencia primera).

VII

Proyecto Bará o todo es danza todo es danza (y yo podría bailar ese sillón, dijo Isadora, dijo Cortázar).





¿Pero de dónde nace Proyecto Bará? ¿a quién puede interesar saberlo?¿para qué escribir sobre un grupo que no marcará los derroteros de nuestra coreografía? Sinceramente no lo sé, pero tampoco puedo evitar mostrar las razones de un empeño. Motivos personales, particulares, asumidos en primera persona y que, espero respetuosa y no abusivamente, incluyen a mi compañera. Razones excesivamente singulares dirán algunos, de acuerdo, pero que, al propio tiempo, forman parte de la historia de la subjetivación (la formulación de individualidades concretas -síntesis en devenir, singularizadas, contradictorias y complejas de las historias compartidas- hecha por una comunidad) en nuestra sociedad latinoamericana.

Proyecto Bará ha sido entonces la historia de la definición de un rostro. Lo que pretendo testimoniar con estas palabras es la posible urdimbre de los posibles materiales de mi cara, porque si bien es verdad que todo rostro es un misterio nunca tematizable, también es cierto que es susceptible de indagación en tanto que aventura. Si todo rostro es un itinerario, quiero compartir algunos de mis viajes.

Quizá lo mejor sea comenzar hablando de Todos somos Golem, coreografía hecha en 1997 para dialogar, entre otras cosas, con los retos que nos lanza el zapatismo (antes, en 1996, ya habíamos hecho una obra relacionada con esta problemática: Casandra o una historia de febrero y más tarde, en 1999-2000, hicimos una obra interdisciplinaria, Midat Sodom, en la que también se tocaba el tema).

En Todos somos Golem, una muchacha vestida de sí misma recibe en el cuerpo el trazo de los diferentes nombres con los que tres hondas corrientes de sus antepasadas (indígenas, cristianas y judías) le proponen un proyecto ético de vida (porque todo nombre es la manifestación de un deseo, la apertura de un posible destino). La muchacha escucha a sus antepasadas judías vestidas con oprobiosos sanbenitos, escucha a sus ascendientes indígenas (mujeres de la guerra chichimeca) y atiende también a sus parientes cristianas (divididas entre la compasión y la intolerancia). La muchacha se enfrenta pues a la opresión (la marca de la persecución a sus antepasadas sefaraditas), a la resistencia tenaz y nunca derrotada de las indígenas de más allá de la Sierra Gorda queretana y a las marcas de su propio ser cristiano (aquél en el que viajan, al mismo tiempo, la apertura al prójimo y la negación del otro). Al final, se otorga a sí misma un nombre (su rostro, su apuesta ética) resultado de la aceptación del arco indígena y de la menoráh de Janucá (la fiesta de las luces, el recuerdo de la lucha de los macabeos) entregada por sus abuelas judías. La herencia cristiana no ha sido recibida porque en ella pesa más, todavía, la oscuridad del poder autoritario que la rebeldía.

En muchos sentidos, este rostro del personaje de Todos somos Golem (nombre que muy atinadamente Patricia Camacho sugería transformar en Todas somos Golem, pues todos sus personajes son mujeres) expresa la apuesta ética de Proyecto Bará (la adopción de la posición social de la mujer para desde ahí problematizarse y problematizar la cultura patriarcal, la asunción de la revuelta como acción valiosa y generadora de valores, la articulación entre la dimensión religiosa, la historia y la voluntad axiológica), así como también evidencia muchas de sus contradicciones, o mejor, de sus representaciones y enmascaramientos-desnudamientos: hacerse judaizante para reencontrar el reto de la moral cristiana del prójimo, hacerse mujerizante para aventurarse en la construcción de una virilidad nueva sustentada en la ética, hacerse jasidizante para poder ser occidental con ropajes étnicos.

En el fondo, creo que de lo que básicamente se ha tratado en mi participación en la creación coreográfica ha sido el de buscar un sitio desde el cual construir un proyecto de vida fincado en una libertaria voluntad de valor. Empeño que no puede edificarse desde las posiciones del sujeto varón cristiano patriarcal tradicional, de ahí la necesidad de desmarcarse, de dislocarse para no enloquecer de frustración, vaciedad (¿porque qué puede ser una vida sin sentido y sin valor?) y pragmatismo. Pienso que los lugares desde los cuales es posible edificar nuevos proyectos personales y colectivos, susceptibles de aventura ética, son los de la periferia, la resistencia, y los de la trascendentalidad interior al sistema {Dussel}. En esta lógica, elegirse como un varón nuevo suponía indagar el lugar social de lo femenino e investigar en la intimidad de la propia ánima {Jung}, máxime cuando tanto en mi vida afectiva, como en la política y en el ámbito profesional, me había encontrado con mujeres complejas, inteligentes, problemáticas y empeñosas que nos retan a los varones a hacernos mejores sujetos masculinos.

Lo dicho me llevó a indagar, por ejemplo, en conceptos e imágenes que relacionan lo sagrado y lo erótico, la ética y la construcción de género. Esto puede advertirse en obras como Duendes, luces y moradas (los duendes son leprosos), El vestido de la novia, Francisco (ad)mirando a Clara, Declaración (ojos para tu voz, oídos para tu danza) y Palabras de Lilith.

Duendes…, la primera coreografía del grupo, es un trabajo que, a través de una interpretación libre y -espero- no arbitraria de la schejiná, el aspecto femenino de D’os en la tradición judaica, hace una indagación acerca de la desnudez femenina considerada como metáfora de lo sagrado y de la actitud de apertura ética radical, entendida muy en los términos de Buber {Buber, 1977}y Levinas {Levinas}.

La circunstancia anecdótica que dio pie a la obra fue la asistencia a una sesión de dibujo de figura humana en la que Lourdes, mi compañera, fue la modelo. Me pareció que de su parte había una valiente actitud de generosidad, no del todo aquilatada por algunos de los dibujantes presentes y devaluada por algunos de nuestros conocidos. En la sesión, ante nosotros ocurría un hecho de revelación que no merecía ser trivializado con los juicios reducidos del imaginario patriarcal. Los asistentes éramos testigos de una situación de gozo, de embellecimiento del mundo, de irrupción de luz en la grisura cotidiana, que demandaba atención y respeto.

Todo esto me llevó a pensar en una obra en la que se hablara de la aparición de lo sagrado bajo la figura de una mujer desnuda, D’os como una mujer desnuda, con todas las implicaciones de belleza, gozo, apertura y vulnerabilidad que supone la prescindencia de ropaje. No puedo imaginarme a D’os, siguiendo al Quevedo de Los sueños {Quevedo, 1974: 142 p.} más que vestido de sí mismo, es decir, desnudo, y no puedo dejar de representarme a la desnudez sino como la valiente asunción de la condición sin resguardo, esa que se abre a la otredad sin armaduras, que convierte toda piel en oído para hacerse cargo de la llamada del otro. En este sentido, en la medida en que una actitud así sólo puede ser asumida nítidamente por quien nítidamente confía en la bondad del otro, la desnudez es la apuesta de lo santo. Me parecía además que esta actitud sólo podía pensarse desde una formulación no patriarcal de lo divino, una en la que se indagaran las consecuencias de representarnos a la divinidad también como rostro femenino, conceptualización avanzada por teóricos como Leonardo Boff {Boff} y Elisa Taméz en su defensa de la perspectiva ética que denomina “la fuerza del cariño” y por artistas plásticos como Leonard Nimoy {Nimoy}.

Todo esto se concretó en una obra que hacía el elogio de la presencia divina como luz corporeizada en la desnudez femenina, que hablaba de la empatía, piel a piel, con los oprimidos, con los sufrientes, y que manifestaba la alegría, a través de la justificación sin justificación del juego, que el encuentro entre los prójimos suscita. A lo dicho, debo agregar que, por supuesto, esta obra era una declaración de amor a mi compañera.

El vestido de la novia fue otra coreografía en la que se desarrollaban las mismas nociones (como ocurre, por otra parte, en la mayoría de nuestras obras), pero en la que el énfasis estaba puesto en la idea de la desnudez como disposición radical a la empatía. En esta obra, de nuevo, una muchacha sin resguardo se presentaba ante una comunidad a la que retaba con su sola presencia desarmada. Se trató de una pieza dancística sobre la piedad en la que, además, con el título se introdujeron en nuestro trabajo otras de sus constantes: 1) el uso de adivinanzas y llamados como una manera de interpelar al espectador, de plantearle problemas, de invitarlo a dialogar, a pelearse con lo cavilado en escena, a producir sentido, 2) la confrontación con las supuestas evidencias, 3) el empleo de referencias artísticas y filosóficas como guías e invitaciones para la interpretación.

Por eso, en esta obra le hacíamos una pregunta aparentemente obvia al espectador- ¿cuál es el vestido de la novia si la novia carece de ropaje?-, como en otras composiciones procuramos que nuestros títulos se presenten como un significado que se desliza, que viaja, que se contradice a sí mismo, que adviene. Esta es la razón por la que los nombres de nuestras coreografías, programas y videos tienden a ser largos y compuestos, tejidos con primera y segunda partes, con referencias a textos literarios y filosóficos, con debates internos y contradicciones. Menciono algunos ejemplos, además de los títulos previamente nominados: Soliloquio en tres, Las herejías, Danzas de hombres y mujeres a la intemperie, Nombres de luz, cuerpos de arena, Desnudos cronopios, Casandra o una historia de febrero, Lo obsceno o breve refutación de las pasiones tristes, Dagda y Boyne o la bruja, Carta a la Bella Jardinera o elogio del espíritu de sutileza, Celebración de las miradas (elegía: entes de acostarse), Declaración II (canción de Adán o de las bendiciones ), Declaración III (yogar o sobre la evidencia), etc.

A estos recursos escriturales se suman en escena otros procedimientos como el uso de la frontalidad, la mirada directa de las bailarines y los bailarines sobre el público, la ruptura y recomposición de la cuarta pared, la composición con base en secuencias coreográficas “dislocadas”, el uso de diversos lenguajes artísticos (danza, teatro, fotografía, video) que el espectador debe articular como una manera de potenciar la circulación accidentada pero coherente del sentido, etc.

Se trata, si así se lo desea plantear, de procedimientos “pedantes” pero no arbitrarios, que tienen que ver con intenciones didácticas que privilegian la alegoría con el propósito de incidir en la realidad en medio de una circunstancia personal de ausencia de praxis política efectiva. Es decir, se pretende que con su elucidación del entreveramiento de los sentidos inmediatos y los simbólicos, el espectador pueda leer el juicio ético y político que la obra está realizando con respecto a una determinada realidad personal y/o social. En cierto sentido, se asume que la interpretación es ya una forma de acción modificadora de lo dado, porque los significados producidos no son traducciones literales de las obras sino su reelaboración-aprehensión en y por el imaginario y la experiencia afectiva del espectador.

En el contexto personal de quien esto escribe (y ya se sabe que lo personal es un momento singularizado de la existencia colectiva), lo escrito arriba está relacionado con el hecho de que tanto por el origen social (clase media urbana depauperada), como por los hábitos dominantes de los campos artísticos (en los que la división entre prácticas simbólicas y prácticas ‘prácticas’ es procurada y posee prestigio –“la creación increada”, “la creación desinteresada”, etc.-), como por el resquebrajamiento de las organizaciones sociales y políticas de izquierda durante la década de los noventa, y como por mis propias contradicciones subjetivas, de súbito me vi fuera de cualquier estructura civil comunitaria donde fuese posible construir una vida con base en lógicas distintas a las del mercado.

Venía yo de una participación apasionante, atribulante, y enriquecedora en la izquierda trotskista (Partido Revolucionario de los Trabajadores) y en un intento de organización gremial independiente de los bailarines y coreógrafos (Danza Mexicana A.C, DAMAC.), que me permitió articular lo personal y lo público, transitar del uno al otro no sin contradicciones pero sí sin exclusiones.

Y cuando durante el salinato la izquierda radical mexicana se fragmentó y agostó (con la excepción del zapatismo, como supimos después), proceso en medio del cual decidí salir del partido para asumir más claramente el ejercicio de las prácticas artísticas, y cuando DAMAC fue propiamente abandonada por los bailarines quienes prefirieron su sumisión a las conocidas lógicas priístas al esfuerzo de construir una nueva cultura política horizontal e independiente (recuérdese que era el momento denominado como el del “fin de la historia y las ideologías”), sentí, como muchos, que había perdido la posibilidad de incidir en la vida social. Aspiración que me era muy querida pues transparentemente creía, y creo, en la necesidad de no resignarse a la dictadura del orden social dado por más racional e inmodificable que parezca.

Decidí entonces (claro está que lo que escribo es una simplificación, pues los procesos nunca son lineales) realizar varias apuestas: 1) asumir la producción simbólica como una posibilidad de revuelta, 2) generar una comunidad que fuese un espacio no competitivo de trabajo artístico (Proyecto Bará), 3) exigirme coherencia ética en todos los niveles: los personales, los gremiales, los relativos al poder, etc. 4) ejercer la docencia como una manera de hacer la crítica de las prácticas y sus densas inercias y 5) problematizarme, artística y reflexivamente, de la forma más veraz que me fuese posible.

En el fondo, creo que lo que predomina es una intención docente heredada del trabajo de los intelectuales liberales y de izquierda latinoamericanos del siglo XIX y del XX, en cuya tradición espero inscribirme en la medida en que me sea posible continuarla desde mis capacidades.

Es desde esta intención dominante, desde esta necesidad de incidencia en lo real, y de este esfuerzo por no ser articulado por los criterios de la competencia y del mercado, que se explican muchas de las características del discurso artístico de Proyecto Bará (por ejemplo, lo alegórico-didáctico, las referencias políticas y la reivindicación de la vida pulsional como aventura ética) y de sus contradicciones (el carácter casi críptico que pueden asumir algunos de sus niveles de composición, la distribución casi exclusiva de sus obras en el circuito de las bellas artes). Pues como estos empeños han ocurrido casi exclusivamente en el territorio de lo simbólico, lo personal y lo testimonial, lo que se ha magnificado en nuestras propuestas coreográficas y videográficas es la complejidad conceptual. Como ya se apuntó, nuestras obras, como las de todos los autores, están llenas de referencias clave (Spinoza, Balthus, Kitaj, Carrington, Breton, Ernst, Pascal, Goldman, Buber, Levinas, Marcuse, Boff, Piercy, Cortázar, Dussel, Kaminsky, Shakespeare, Delvaux, Eluard, Scholem, Benjamin, Bloch, Wiesel, Jáncso, Fray Luis, San Juan, Brecht, García Ponce, Arendt, Weil, Lukács, Bulgakov, Sor Juana, Hrabal, Donne, Paz, Fourier, Gonzalo de Berceo, el Arcipreste de Hita, Menzel, Chytilova, Godard, Szabó, etc.), que se espera sean movilizadas por el espectador para develar la densidad de sentido de las coreografías y videos. Pero quizá el problema se encuentre en que con este procedimiento el verdadero diálogo que las obras establecen es con ese imaginario religioso-filosófico-artístico de izquierda más que con el mundo cotidiano, lo que dificulta la lectura del espectador. En cierto sentido, a veces pienso que en nuestros trabajos ha sucedido algo similar a la respuesta dada por los modernistas a la expansión imperialista norteamericana sobre la América nuestra: la construcción de una gozosa fortaleza defendida por el placer de la forma, la extrañeza y la apelación a D’os. Sólo que en nuestro caso la defensa sería la urdimbre de referencias y presupuestos conceptuales.

Ahora bien, lo anterior no es del todo cierto, pues nuestras coreografías y videos buscan no descuidar nunca una línea transitable de lectura. De hecho, quizá se establezca siempre en nuestras propuestas una tensión, o más bien, un camino continuo de ida y vuelta, entre lo inmediatamente accesible y su repercusión simbólica, del que forma parte el empleo del contacto físico entre los intérpretes -las caricias; por ejemplo-, recurso que permite adelgazar el signo y enfatizar la empatía y al mismo tiempo cargar de contenidos a un tipo de acciones muy cercanas a las que vive el espectador en su circunstancia cotidiana.

Recuerdo, por ejemplo, una función que la compañía tuvo, como parte del programa Arte por todas partes de la Secretaría de Cultura de la ciudad de México, en el Reclusorio Preventivo Varonil Sur. Suponíamos que la representación iba a ser difícil, porque la obra que llevábamos era Celebración de las miradas (elegía: antes de acostarse), una composición escénica centrada en la reflexión sobre la experiencia erótica del mirar y el mostrarse, presentada como invitación al aprendizaje del carácter irreductiblemente misterioso del deseo. La obra incluía fragmentos de la pieza teatral de García Ponce Catálogo razonado, en la que se habla de una relación amorosa en triángulo, una vertiente coreográfica en la que se representaba algo así como una “orgía de ángeles” (como dijo alguna vez, acertadamente, Laura Castañeda), desnudos en escena, y una sección videográfica en la que se hacía el elogio del encuentro amoroso. Como director, confieso, desconfiaba de la respuesta de este público masculino, pero la actitud de la joven funcionaria responsable de las actividades culturales del reclusorio, y, sobre todo, la decisión de Lourdes, quien argumentaba que no debíamos tratar a los prisioneros como ciudadanos de segunda hurtándoles la representación tal como la habíamos concebido, nos llevaron a todos a la resolución de realizar una función cabal. La reacción de los reclusos fue conmovedora, se dejaron tocar por la obra, se abrieron a su sentido, aplaudieron, celebraron, quizá porque adoptaron la actitud más pertinente: la de preguntarse qué era lo que la obra quería decir y no adelantar ningún juicio que los protegiese de la experiencia y su sentido, de tal forma que, por ejemplo, uno de los reclusos que me ayudaba con las luces me hizo un comentario que apuntaba al corazón de todo nuestro trabajo “y yo que creía que no existían las hadas” (las duendes de nuestra primera coreografía), vale decir, la desnudez femenina y el juego de los cuerpos se le había presentado como posibilidad de un mundo otro, apasionado y, por eso mismo, también bondadoso y pacífico. Sólo me quedaba agradecer y aprender…

Esta función en el reclusorio, en realidad toda esta serie de representaciones en espacios fuera del circuito de distribución habitual de obras dancísticas, nos mostró que quizá, sin así quererlo, nos habíamos dejado influir demasiado por las características tan peculiares del público de danza, o, precisando, porque a nuestras escenificaciones van espectadores provenientes de otros gremios y otras prácticas, del paradigma dominante de apreciación estética de los profesionales de la danza. En este paradigma, por lo menos en nuestro país, no hay mucho espacio para la aprehensión simbólica, porque a partir de que la danza es una fiesta de los saberes experienciales del cuerpo (y es una delicia que sea así), la mayoría de bailarines y coreógrafos de nuestro gremio ha reproducido, en sentido inverso, el dualismo occidental: aquí valen sólo las razones del cuerpo, como si la corporeidad estuviese ayuna de imaginarios. Preconcepción que reduce mucho aquello que el propio gremio considera como verosímilmente dancístico y que apuntala una exclusión de la pregunta por el sentido de las propuestas coreográficas en la medida en que se considera que la danza es sólo un asunto de “cuerpo a cuerpo”, de biología escénica a biología cotidiana.

Bajo esta perspectiva nuestro grupo y su insistencia en las problemáticas del significado eran “raros”. Condición de extrañeza magnificada por el hecho de que yo provenía de ámbitos no dancísticos, no había sido bailarín, no establecía con mis bailarines y bailarinas rituales de seducción-sumisión, eludía las paternidades postizas en beneficio de relaciones cara a cara y no les pedía a los intérpretes riesgos físicos sino audacia para explorarse como sujetos deseantes y axiológicos.

Pero si esto era efectivamente así ¿por qué esperar reconocimiento de un gremio que se constituye con otras lógicas? En primer lugar, por el amor y el respeto que la danza me suscitan. Sinceramente creo que la danza es, en el mejor sentido de la palabra, un gran escándalo, porque habla desde nuestra condición más inmediata, la finitud encarnada, porque en un mismo haz reúne dos experiencias problemáticas para nuestra cultura: lo libidinal y la muerte. La danza se me aparece como una inversa máscara roja {Poe}, como una invitada incómoda que nos recuerda la fiera intensidad de la vida, su, valgan la tautología y la contradicción, bullente y efímera y eterna vitalidad. A esto debe agregarse que tanto por el momento en el que me integré al gremio (la década de los ochenta, la época del movimiento independiente), como por el origen de la danza moderna y contemporánea mexicana (su enraizamiento en la revolución del diez), como por las mismas condiciones de nacimiento de la danza moderna y contemporánea en general (inicio del siglo XX, el momento en que las fundadoras decidieron dejar de ser objetos de representación para transformarse en sujetos creadores), la danza me parecía una expresión artística plebeya, feminista, irreverente, valiosa, es decir, una buena tierra a la que emigrar.

Me imaginaba a la danza contemporánea como un sitio en el que podía resolver mis contradicciones (lo personal y lo público, lo estético y lo político, lo pulsional y lo ético), o mejor, como el ámbito privilegiado en el que podría habitar en paz, y ser habitado por, mis más queridos debates. Es decir, no se trataba, ni se trata, de la exclusión de las problemáticas ni los desencuentros, sino de poderlos vivir sin que supongan guerras. Por supuesto que son demandas desmesuradas e ingenuas –injustamente formuladas a mis compañeros de gremio- pero que vehiculan un deseo de racionalidad amorosa que permita la construcción de una comunidad que viva la confianza. Son demandas que van de lo psicológico a lo político muy afines a los sueños del socialista utópico Charles Fourier y a las propuestas de Marcuse.

Lo dicho explica también por qué en nuestras obras se repiten los temas amorosos, se insiste en las aventuras del tacto y tiene un lugar central la fiesta del encuentro de los cuerpos En composiciones como La primera noche fuera del Paraíso, La primera noche en el Paraíso, El tacto de la lúcida mirada, De madrugada, Celebración de las miradas –una fábula-, Celebración de las miradas (elegía; antes de acostarse, y Lo obsceno o breve refutación de las pasiones tristes, la aspiración central es la de la confianza y la mayor agresión es el abuso. La legalidad que recorre estos trabajos –como en realidad sucede en la mayoría de nuestros videos y coreografías- afirma que la primera acción amorosa -y, en consecuencia, la primera apuesta ética y la primera decisión política- es la confianza en la palabra del otro y que el primer deber es el respeto a la persona que se nos dona confiada. Acciones ambas que son verdaderamente audaces pues suponen la renuncia a los hábitos patriarcales de dominio.

Por eso es que, por ejemplo, en Lo obsceno…, (coreografía cuyo origen fueron referencias contrastadas al personaje de Lavinia de Titus Andronicus y a pasajes de El sueño de una noche de verano - ambas obras, como es sabido, de Shakespeare, leídas bajo la influencia de Spinoza) se hacía el elogio de todas las formas del amor (heterosexual, homosexual, lésbico), condición edénica que era violentada por el surgimiento de la violencia machista ejercida sobre Lavinia y sobre las parejas de amantes. La comunidad amorosa se defendía, protegía también a la muchacha y expulsaba a los agresores para recuperar su confianza y armonía originales. Situación pacífica metaforizada con la aparición de un andrógino en la escena final, y que implicaba también el triunfo de las pasiones alegres (las amorosas, las que hacen pasar al ser de un menor a un mayor grado de perfección) sobre las pasiones tristes (aquellas que funcionan con una lógica contraria) de acuerdo a una interpretación quizá demasiado libre y simple de la Ética de Spinoza.

También con base en la asunción del reto ético que lanza la original e ineludible afección-afectación entre los sujetos es que construimos la escena de la “dulce orgía” en el video El tacto de la lúcida mirada. Se trataba de plantear una situación de privilegio: ganarse el derecho a participar en una ceremonia en la que la protagonista era la comunión amorosa multiplicada en la sonrisa de los rostros y los cuerpos de quienes confían tanto entre sí que pueden acompañarse en sus itinerarios del tacto.

Pero esta confianza aunque esencial no es una condición dada sino algo a lograr. Este es el motivo por el cual nuestras obras están atravesadas por procesos de aprendizaje, de crecimiento, y es la causa también de que, como ya escribimos antes, en nuestras composiciones se le formulen retos al espectador. Por ejemplo, en la coreografía Dagda y Boyne un varón desaprende sus hábitos de dominio para asumir los riesgos de la vulnerabilidad, decisión expresada en escena a través de la prescindencia de la ropa (como ocurre también con los personajes masculinos protagónicos de los videos Francisco (ad)mirando a Clara, El tacto de la lúcida mirada y Palabras de Lilith), el abandono de la violencia y de su aceptación de que el personaje protagónico femenino lo tome directamente del sexo: ahora es él quien debe demostrar su disposición a la confianza, no agredir y mostrarse en condición de apertura para tornar creíble su intención amorosa.

Con respecto a este tema de la violencia, y más allá de una aplicación maniquea y esencialista de la perspectiva de género (la capacidad de agredir es masculina), Lourdes investigó en dos obras la experiencia femenina de la ira. En Breve estudio sobre el odio indagó sobre la lamentable capacidad que tiene una comunidad de resolver sus contradicciones por la vía de sacrificar un chivo expiatorio. Los diseños de movimiento que ejecutaban las bailarinas, vestidas de blanco como para matizar una supuesta disposición a la pureza, remitían a situaciones de combate, de acrobacia, de competencia, aquietadas momentáneamente con la liquidación del personaje víctima. En Soliloquio en tres, Lourdes más que de la capacidad de herir, hurgó en la violencia del dolor y en la reivindicación de la inteligencia de habitar la ira para sostener una decisión de vida. Confrontada con la infidelidad de su compañero, la mujer protagonista de esta obra decide vivir nítidamente su dolor y su coraje para abrirse el camino a su propio digno acompañarse.

Otra de las manifestaciones de este proceso de aprendizaje es la relativa a los oficios de la mirada deseante. Este es uno de los temas centrales de nuestras composiciones pues nos permite plantear el reto de cómo desear apasionada y éticamente, vale decir, sin convertir a la persona mirada (habitualmente una mujer, en función de los hábitos de género de nuestra cultura) en objeto y sin renunciar, al mismo tiempo, a la vivencia transparente del deseo. En nuestras obras, hemos formulado personajes que se esfuerzan, particularmente los masculinos en virtud del privilegio patriarcal al ejercicio de la mirada cosificante, a aprender a mirar dignificando. Para lograrlo los personajes perciben en la mujer contemplada la acción total de un rostro, de tal manera que sus ojos siempre se enfrentan a unos ojos, de donde se sigue que al observar son observados, situación que los devela como sujetos deseantes ante una mujer situada en un plano de igualdad, persona de cara a la cual hay que asumir la expresión nítida del gozo y la sorpresa –ser verídico- u ocultarse tras la pretensión de dominio o tras el intento de hurtar la afectación. Si se asume la opción de la veracidad no hay lugar para el cálculo y la trampa, entonces ya no es posible seducir sino sólo declarar, manifestar, ejercicio de la palabra que reconoce en la persona deseada su derecho a decidir con respecto a la manifestación y/o a la demanda. Es esta lógica descrita la que sostiene las acciones de, por ejemplo, los personajes protagónicos masculinos de los videos El tacto de la lúcida mirada y Francisco (ad)mirando a Clara y de la coreografía Celebración de las miradas –una fábula-

.El aprendizaje de una nueva manera de mirar basado en la disputa con los hábitos patriarcales es sobre todo muy claro, y muy radicalmente asumido, en la coreografía Canto al deseo de Lourdes Fernández, obra que realiza varias transgresiones que erosionan la seguridad de espectadores y espectadoras. En esta composición una mujer, la propia coreógrafa ataviada como una porrista típica, camina entre el público preguntándole a los varones qué es lo que más gustan mirar en una muchacha, para luego subir al escenario, hacer un oscuro y presentar sus nalgas desnudas a través de una pequeña ventana que hace el efecto de un inserto cinematográfico. Acción con la que da inicio un striptease despojado de la sensualidad habitual y más bien danzado desde la asunción del carácter apremiante del deseo. Al final, la bailarina-coreógrafa vuelve a mostrar los glúteos, mira al público, y se interna luego en el tiempo infinito del deseo representado por un largo fade out. Los espectadores se inquietan debido a que más que mirar han sido vistos por la corporeidad de una mujer que se les presenta como sujeto deseante, las espectadoras se inquietan porque ante la percepción patriarcal no se ha optado por la elusión, el hurto de la corporeidad, sino por el recorrido de las contradicciones del deseo, por la evidenciación de su problematicidad que no puede ser aprehendida con razonamientos simples. Esta coreografía me parece realmente desnudadora en la medida en que fractura el binomio patriarcal puta-santa y va más allá también del moralismo de lo políticamente correcto.

Es también con los elementos descritos con los que hemos realizado nuestras obras más transparentemente “políticas” (aunque para nosotros, como ya se habrá observado, la política es una categoría amplia que tiene que ver con todos los esfuerzos encaminados a volver socialmente posible para todos y todas el ejercicio individual y colectivo de la problemática y complejizante obligación de libertad de que hablaba Sartre {Sartre}). En el video Duermevela y en las coreografías interdisciplinarias Casandra o una historia de febrero, Midat Sodom y Fotogramas son de nuevo los temas de la schejiná, la desnudez, la mirada, la apertura ética, el rostro, la empatía, la memoria, la sorpresa ante la irrupción del otro, los que funcionan como las lógicas estructurantes de los debates de las obras. En Duermevela, por ejemplo, se cuenta la historia de una muchacha que sueña con un personaje femenino libertario mítico, una combinación de la Virgen de Guadalupe y La libertad luchando en las barricadas de Courbet, que la conmina a que asuma la revuelta desde la inmediatez de su cuerpo. En Casandra…, a través del personaje griego entreverado con la muchacha de los alcatraces de Rivera, nos referimos a la situación de Chiapas suscitada por el intento zedillista, en febrero de 1996, de detener a la dirección zapatista, destruir sus bases e iniciar una cacería de brujas en las ciudades La resistencia a este brote de fascismo era representada por la danza de una comunidad que se oponía a la reducción de su espacio vital, por la ironización de las imágenes del progreso (caía nieve en el territorio campesino, precipitación que lo igualaba a todo paisaje cabalmente primermundista), y, sobre todo, por la reivindicación de la queja y la protesta impertinentes e inoportunas, las propias de Casandra, para el poder autoritario (la música eran canciones hirientes y astilladas de Diamanda Galas y los diseños de movimiento eran angulares, enfáticos, “ruidosos”, lanzados, además, contra la cuarta pared). En Fotogramas, coreografía dedicada a doña Rosario Ibarra de Piedra, mediante la combinación de fotografías de reportaje de Andrés Luna, fotomontajes poético.políticos de Jorge Izquierdo, y la ejecución de una danza sobria, sin contenido anecdótico, interpretada por un trío de mujeres que habitaba con su danza la tristeza y la rebeldía provocadas por la situación de los desaparecidos, hablamos de la necesidad de no regalarle al poder la desmemoria, de no olvidar a quienes fueron hurtados por el autoritarismo, de no apagarse en el duelo o la resignación, de no dejarse enturbiar la llama del rostro. En Midat Sodom, a partir de un relato del Talmud, y de nuevo articulando los lenguajes de la danza, la fotografía y el video, construimos una metáfora de la crueldad de nuestra situación actual en la que el poder y el dominio de la economía pretenden imponerse sobre los derechos humanos. En la obra se entreveraban diversos tiempos históricos -el del imaginario talmúdico, el del holocausto, el de los inicios del trabajo fabril femenino, el de los zapatistas y el utópico- para narrar la historia de la resistencia de un grupo de mujeres (que se vuelven así una metáfora de las luchas de los agraviados) ante el acoso del poder autoritario. La obra empleaba un lenguaje de movimiento muy lírico, fluido, “danzado”, pues tuvimos la intención de oponer a la sordidez del poder la audacia de la caricia y la belleza.

La importancia de la experiencia del contacto piel a piel como manifestación política se me evidenció en la visita que unos compañeros zapatistas, durante los trabajos de la Segunda Consulta, hicieron al Centro Nacional de las Artes. Casi al finalizar el encuentro, que en el Aula Magna del CENART, tuvimos los compañeros rebeldes y los estudiantes, trabajadores académicos y administrativos de las diversas escuelas y centros de investigación, y después de cantarnos y recitarnos poemas mutuamente, después de sorprendernos y escucharnos, en una prefiguración modesta pero significativa de las fraternidades posibles en nuestro país, un compañero zapatista nos planteó con la amabilidad verbal extrema que acostumbran“ahora, vamos a tomarnos de las manos”, con lo que nos posibilitó la coincidencia en la sabiduría esencial del tacto. Comprendí entonces que la verdadera democracia política y cultural no es un asunto de respetos abstractos a la diferencia en la que cada uno ocupa su lugar, sino la asunción de las complejidades del contacto, de la aprehensión del reto de generar realidades enriquecidas, problemáticas, en movimiento (me gustaría decir, danzantes).

Y es esto último lo que quizá mejor defina la apuesta ético-estética de Proyecto Bará: el esfuerzo de aportar elementos para construir una racionalidad amorosa. 

Por último, no puedo dejar de decir que me hubiera gustado recibir de la mayoría de aquellos a quienes juzgué mis compañeros una actitud honesta en la recepción-valoración de nuestro trabajo. En cambio, fue la descalificación prejuiciosa –porque fueron pocos y en pocas ocasiones los que fueron a nuestras funciones-, fundada en la reproducción acrítica de las representaciones del sentido común dancístico, la que los autorizó a desconocer, ignorar, eludir, un trabajo hecho con calidad, inteligencia, compromiso y pasión.

Lo que les solicitaba, y lo que les pido para el resto de las producciones dancísticas sobre todo ahora que surgen ya las generaciones de recambio, no es la adhesión de su gusto, sino su disposición a comprender, a tener el valor de dialogar con los discursos otros, a trascender la pereza de los juicios inmediatos, tan reconfortantes para la propia imagen pero, en realidad, tan chatos y empobrecedores, tan inútiles.

Nos merecemos todos –viejos y nuevos, becados y no becados, institucionales y marginales, perfumados y plebeyos- otra actitud más a la altura del riesgo implicado en los oficios dancísticos y menos cercana a las mezquindades de la politiquería. Requerimos el reconocimiento mutuo de la dignidad del otro en una suerte de instauración de la ciudadanía dancística, lejana de la cultura cortesana que tanto erosiona el peso social de nuestro campo artístico.

En el fondo, creo que quienes podrían ser los líderes de nuestro gremio están muertos de miedo disfrazado de orgullo. Actitud que les impide reconocerse como parte de una tradición amplia, plural, diversa, contradictoria y colectiva a la que sería bueno ayudar a multiplicar los caminos, y no a obstaculizar. De cualquier forma, y afortunadamente, los nuevos ya están aquí, autorizándose a sí mismos, enriqueciendo las variadas voces de nuestra danza.

Me gustaría que este texto en algo pueda servir a esa multiplicación de posibilidades, desde su esfuerzo de elucidar las contradicciones del proceso artístico de Proyecto Bará. De alguna manera, con este texto se pretende llevar a la práctica la idea de que para resolver las contradicciones que nos constituyen es necesario primero construirse como problema Esa ha sido la tarea de este escrito, su riesgo, asumido interesadamente, porque es su propósito colaborar al enriquecimiento de las condiciones de vida de una práctica que todos los involucrados en Proyecto Bará respetamos y amamos.


México, 2005

sábado, 28 de agosto de 2010

Ecuador, el viaje a la semilla en el oráculo del espejo vacío (papeles de viaje, 1)

Reunidos en la casa de Mercedes Balarezzo en el barrio de Santo Domingo de la Ciudad de México, un grupo de queridas amigas recién egresadas de la escuela de Contempandanza y quien escribe, soñamos con realizar una obra coreográfica que nos permitiera reunir el "lado de acá" mexicano, con el "lado de allá" ecuatoriano. Imaginamos entonces, y con el paso de los meses concretamos, una hermosa obra coreográfica, "Cartas desde los valles", que ensambla una pieza construida en México (por Laura, Marién, Coatlicue, Marisol y yo), con otra pergueñada en Quito (por Meche, Rafaela, Sara, Gerardo y la generosa ayuda de Derek y los padres de Meche), a las que se suma una pieza construida en tiempo real a partir de lo que aprendimos con Ana González, esa otra cronopia tan querida de nuestra danza. 

Una vez terminadas nuestras respectivas primeras versiones, nos encontramos en Ecuador, para presentarnos en Diálogos-Ecuador, y en teatros y plazas de Quito, Machala, Huaquillas, El Guavo y el Puyo. Fue un mes de intensidad alucinante, vivida tras el manto de la convivencia amable y dulce, pero ardua, en realidad, muy ardua, reveladora. Bueno..., hablo por mí, por mi persona valiente y frágil (sabrán perdonar el narcisismo), abierta a ser tocada y a entregarse.

No sabíamos, o más bien, no sabía yo, en lo que me metía: un verdadero viaje a la semilla, a los orígenes, a los bordes de mi persona y de mi historia. Una travesía implacable, rigurosa. Un viaje fuerte, hecho con esas navajas que viajan en el viento de ese paisaje desolado que los muertos mexicas atraviesan para purificarse en su camino hacia algún lugar de los 13 cielos.¿Es que he muerto? En profundos sentidos, sí, o casi, porque pocas veces me he sentido tan exigido, tan vapuleado, tan maltratado. ¿Viaje iniciático? Quizá, quizá se trató de mis primeros pasos conscientes hacia la despedida, hacia el diseño de la vida que deseo heredar, hacia la definición más rigurosa y también convencida y aquilatada de los materiales de mi corazón, mi rostro,mi sexo, mi inteligencia. En este viaje me ví precisado a dialogar -y a enjuiciar, enjuiciarme- con el humus afectivo-axiológico que me guía y asumo desde la más profunda intimidad de mi cuerpo, mis afectos y mi historia (la que heredo y la que construyo). En este viaje he llorado desde una vulnerabilidad y una entereza que no me conocía. Me he bañado en un río de aguas filosas como lajas iracundas. Pero también  he sentido la semilla vivificante de lo que me es irrenunciable: el implacablemente desnudo corazón sobre el que erijo mi árbol, mi delirio consciente y mi chinampa.

De este mi viaje (en lo artístico, lo político, lo amoroso) es de lo que deseo hablar aquí, en las entregas de estos papeles, en un ejercicio asumido de la impudicia, y en homenaje al querido Germán Dehesa, ese enamorado de la palabra como donación generosa, aguerrida y humilde.

jueves, 26 de agosto de 2010

Apuntes: “Cartas desde los valles” (o dónde arraigamos nuestra danza)

Luego de nuestra reciente visita a Ecuador, con las noticias de nuestro lastimado país rondándonos a la distancia, me pregunto acerca del sentido de hacer danza contemporánea, de empeñarse en hablar desde los códices cifrados de los cuerpos. 


Y me digo:
En el país de las mujeres asesinadas de Ciudad Juárez, el país de las violadas y los presos de Atenco, los niños quemados y muertos de Sonora, las poblaciones indígenas secuestradas por grupos paramilitares, las agresiones a los derechos reproductivos y a la libertad sexual de las mujeres, la impunidad y los Legionarios de Cristo, los miles de trabajadores electricistas despedidos y su digna huelga de hambre, los niños y jóvenes asesinados en los retenes militares, los migrantes asesinados en Tamaulipas, en el país del casi infinito listado de agravios, ¿tiene sentido enseñar, aprender, apasionarse con los intensos laberintos de la danza? En medio del dolor, las luchas y las sombras ¿tiene sentido bailar?

Categórica, y también, dolorosamente, respondo que sí, porque la danza nos remite al primer territorio de la resistencia vital a los amagos de la cultura tanática: el cuerpo que en el bailar se dignifica en su alegría, en su densidad afectiva-sensorial, en su esfuerzo por decir y volverse cabal lenguaje, vale decir, en su empeño de experimentarse como libertad inquietante.

Quien practica danza sabe que la felicidad es el primer destino de la existencia y queda comprometido a defenderlo y cultivarlo. Danzar es también comprometerse con la transparencia porque cuando alguien se expresa corporalmente a través del movimiento prescinde de tapujos y veladuras. No se puede danzar mintiendo. La danza es un arte de sujetos arriesgados que se ponen a sí mismos en juego, en cuestión, desde nuestra común y originaria condición encarnada. Los bailarines se interrogan kinéticamente a sí mismos para que los demás se inquieran también con profundidad y asombro. Por eso la danza es socialmente necesaria. Es alegría beligerante, intensidad esforzada, pero también recordatorio del dolor y la fragilidad que nos conminan a hacernos cargo del otro. La danza es un oficio de saberes delicados y complejos compromisos. Ardua y hermosa es la danza.

Es desde aquí que nos esforzamos en enunciar nuestra danza, nuestra carta, por eso, haciendo memoria de Walter Benjamin y su ángel de la historia, es que en nuestra obra dialogamos con nuestras antepasadas y defendemos nuestra irreverencia y alegría (cribadas de dudas y claroscuros, por supuesto).

Danzar es, en el terreno de lo simbólico-corporal afectivo, ya una acción política en sí misma. Juicio que no debe permitirnos la elusión de los compromisos actuantes, cotidianos, en el ámbito de la micro-política y las acciones organizativas ciudadanas.

Pudiéramos lograr un bucle permanente de coherencia entre los sueños que formulamos en lo simbólico y la totalidad de nuestras múltiples vidas cotidianas.

Pudiéramos hacer factible la promesa que encierra la danza.
Javier Contreras Villaseñor

miércoles, 25 de agosto de 2010

El Itchimbía

El Itchimbía


(de la serie “Experimentos con uno mismo”)



Aventurarse al amor con los ojos abiertos

Rabí Bunam



Javier Contreras Villaseñor



I

¿Es este el Itchimbía? ¿Es este un texto literario, un hecho escénico, o sólo la prolongación de mi dolor? Abuso de Narciso en el filo de los gritos. ¡Ay Federico, hermano mío! ¿Podrías tocar, po-podrí-podrías tocar, la Barcarola*, la lengua enamorada de mi corazón? ¿En el país de las múltiples desgracias –México lindo y quueerriidooo- es una buena política la pública disquisición sobre el amor?

Es este el Itchimbía. Me olvido, no me olvido, pero es Quito, no México: montaña transparente de la luz sobre la montaña de piedra. Lloviznaba. Llovizna.

Es este el Itchimbía y ahora soy casi una piedra que sangra: sanguinopiedra desollada.

Conversábamos: señorita Marusa, Maura, Mau, somos amigos que se procuran con ternura de novios. ¿Po-, podri-, podrías hacerte cargo de mi fragilidad?

Conversábamos: señorita Marusa, Maura, Mau, siempre Marisis, acepto tu no amor, no seremos pareja, y aquí en el fresco y neblinoso bosquecillo, procuro tu boca, abrazos circulares de los labios, y no anulo la grieta, la fisura. ¿Saltamos desde el regazo encarnado de las bocas? Me dejas siempre solo en las mudas cascadas del abismo. Es tu derecho, tu libertad, tu acongojante soberanía. Me estrello. Tu privilegio. Mi desolación. Tu fuga hirviente. Mi desollación.

Conversábamos: acepto tu no amor, tu amistad afrutada y errante, tu natural acuoso saltimbanqui: “soy muy líquida”. Y te vas, en medio de una acompasada madrugada, nuestra casi madrugada, ¿acaso alguna vez tuvimos una completa madrugada?, y no te quedas, y arribas al regalo de otros brazos o a tu propio silencio amurallado.

Me hurtas la gravedad imantada de tu cuerpo, su musical arcilla.

¿Puedo verte orinar? Despejas sonriendo el cortinaje.

¿Puedo verte orinar? Clausuras la más mínima mirilla.

Te me hurtas, luego del tierno casi sexo. Besos apretados a tu pubis sonriente impúdicamente cubierto, ensotanado. Dualismo inverosímil de tu trato: desnudas, nuestras almas se han tocado hasta la más íntima semilla, inocentes e impúdicas, vestidas, nuestras pieles en la espera y en la huida se entusiasman y fatigan. La elusión es tu armadura, tu libertad, tu privilegio, tu borde siempre respetado, tu frontera.



¿Es este el Itchimbía?

Conversábamos: luego del regalo asombroso del reencuentro, nosotros transparentes, los ojos sosegados, pacíficos como primeros animales, más allá de la ira, las lágrimas, la desesperación. Palabras tacto, caricias susurrantes del afecto. Fogata crepitante de la reconciliación.

¿Es este el Itchimbía? Sí, el que por unas horas habitamos como nuestro.





II

Nos habíamos separado una tarde antes. Muy cerca del monumento a Bolívar, en casa de Klever Viera, en Quito. Ruptura definitiva, se suponía, de una historia de amor que no era amor, sino amistad, pero tampoco, o bueno sí, quién sabe, un poco, pero eso sí, desigual y verdadera, construida en ella, Marusa, desde el territorio de la amistad hacia las zonas intermedias del encuentro, y en mí, Anvier, desde la indubitable certeza del amor a los tembladerales esperanzados del acuerdo.

Mucho amor, mucha amistad, inverosímiles la proximidad, y al propio tiempo, la distancia.

Proximidad: la historia de nuestras conversaciones. Diálogos infinitos. Diálogos como abrazos. Caminatas extensas para hurgarnos minuciosamente al unísono. Harto escudriñarse y conocerse los entresijos y recovecos, axilas y pestañas, de las almas.

Distancia: pero ella no quería, no podía ser mi pareja y yo no podía, no quería, ser su amigo ascético. Fractura original, irreductible, que nimbó todas nuestras formas de la caricia, el entusiasmo y el duelo.

En la suave vertiente de una colina, en el bosque azul del Itchimbía, le dije “me tratas jugando una baraja de tres naipes: el del amor (o casi), el de la amistad (seguro), el de la muchacha líquida (constante). Renuncio a la ventura de ser tu pareja, por la ventura compleja de nuestra singular aventura”. “Pero eso no cambia nada. No estamos resolviendo nada”, me dijo. Y respondí: “pero yo puedo asumir el juego de las cartas, su danza atribulante y exigente”, y agregué, “me seas sólo transparente” y no le dije “y sobre todo, no me niegues la presencia de tu rostro frente a mi rostro: la claridad comprometida de tu voz” “¿Y si otro aparece ante tus ojos?” “Sólo nombra y asume” “Nombra y asume”. “Se puede todo si se nombra y asume”. Y agregué, testigo de roces y sonrisas, “¿te gusta Genaro?” “Nooo, es como mi hermano” y una semana después, en un viaje de Quito a Cuenca y su retorno, supo ser incestuosa, así nomás se siguió, con el muchacho riobambeño que en Machala me afirmara “yo nunca he estado enamorado” y me inquiriera “¿y tú?” “Yo amo a Marusa”.¡Qué pregunta!

Si tú pudieras escuchar mi corazón, la Barcarola.

¿Pod-, podrí-, podrías hacerte cargo de mi vulnerabilidad?

Pod-, podrí, podría yo hacerme cargo de mi fragilidad?





III



¡Órale Anvier! ¡Qué manera de encauzar el discurso hacia los vados del reclamo y la conmiseración! ¿Acaso no celebrabas, celebras, su alegría e independencia corporal? ¿La inobjetable contundencia de su risa?¿Acaso no disfrutas testimoniando su terrenalidad danzante -ella, bailadora de cumbias y bachatas? ¿no te alegra la mucha audacia e inteligencia de su sabio dialogar con el abanico de los goces? La has visto decidida acercarse a los jóvenes que conmueven su piel. Y eso es hermoso. Las has conocido conocer en toda la plenitud sensual y experiencial de la palabra. Y eso es libertario. Y en verdad, en verdad su alegría corporal sin ti no ha sido nunca tu problema, o casi.



¿Entonces?



Fue, es, el desasimiento, su habitual proclividad a no dar la cara por tu rostro (o casi) -la acción esencial del compromiso-, su facilidad de desplazarte. “No me mires así en público porque se van a dar cuenta de cuánto me amas” “Espera Anvier, ahora besos no, quizá atisba la dueña del hostal” “Nunca te voy a besar frente a mi hermano” “No voy a negar el vínculo que tengo contigo, pero no lo voy a divulgar” “Ahora no, me da pena” “Como no somos amigos te aviso que estoy saliendo con un chico, te miro en unos meses” “¿Cuándo'” “Después, después” “¡Anvier, aguarda, ahí está la madre de Lichi!”.



He sido el prescindible, el impresentable por mayor, el postergable, el cincuentón profesor inconvenientemente enamorado, a quien es posible casi asumir intermitentemente de acuerdo a un vaivén entre lo público y lo privado, ritmado por el metrónomo de la conveniencia y de las necesidades de su marusesco estado de ánimo. Su potestad. Su soberanía. Mi torpeza.



En una madrugada quiteña, soñé que tenía el miembro cortado casi al roce de su base y que sostenía el resto cercenado con la mano derecha. Estaba tranquilo porque me decía “ahora cuando quiera, me lo pongo”. Desnudo, buscaba a Marusa en medio de un salón de danza rodeado de una vegetación extraña de lianas y coníferas. Me encontraba a Lunamari, también desnuda, salvo por una breve mascada anudada a su cuello. Le pregunté “¿has visto a Marusa?”. No dijo nada. Me desperté temblando.



¡Ay Federico! ¡En esta mi megalomanía contigo pretendidamente identitaria, recuerdo la imagen fotográfica en la que junto a Paul Ree eres un caballo uncido al carruaje de Lou Andreas!



¡Ay hermano en la desmesura de incendiarse en los imperativos que desbrozan nuestras propias palabras!



¡Quise amar con intransigente consecuencia!



¡Se puede todo si se nombra y asume!



¡Me aventuro al amor con los ojos abiertos!



¡Me juego en la aventura de ser tocado por las sorpresas de su rostro!





¿Pod, pod,



pod drí,



podrías dar algún



crédito



a mi lúcido



arriesgar?



(¡Y Marusa y Genaro se trataban con discreción y con tacto, cuidadosos de no me lastimar y de se complicidar!

¡Locura mía!

¡Prudencia suya!



¡Puaj!)





Dice Morin que en el amor dialogan arduamente la cordura y el delirio, el homo demens y el homo sapiens; añado a la generosidad y al egoísmo, la donación y la demanda, la entrega y la renuencia.



Con la beligerancia de estos materiales le construí a Marusa un refugio, la casa en la que decía estar tan bien, una escucha minuciosa y atenta, una apertura sorprendida a los laberintos plateados de su cavilar, un oído, una piel y una inteligencia afinados en la disposición del terciopelo.



Me hice un dúctil teclado que contestaba a las multiplicadas armonías de su talento. Compuse mi canción charlando con la luz y los temblores de su persona valiosa. Su persona valiosa.



Fineza desgarrada de mi espíritu que demandaba la palabra que me ubicase no junto a sino frente de Marusa, Marisis, Mau.



Porque no podía ser que tanto hurgarse compartido viviese ayuno de rostro.



Porque no podía ser que tanto respeto a su singularidad de contrastados virajes no se ganara el sostén del reconocimiento.



Pero no dije:



“No me dejes caer”.



“Tu silencio desteje lo que nuestros actos se prometen”.



“No me dejes caer.”



“Y si lo vas a él encontrar (violines), y si ya lo encontraste, no me insultes con la prudencia furtiva”.



“Mi demencia irrenunciable es perseguir el asteroide de mi esperanza incendiada: Se puede todo si se nombra y asume. ¡Es valioso aventurarse sin párpados al complejo torbellino del amor!”



¡No me hieras con la ortiga mezquina de la compasión!”



“Tu afecto es tu afecto. El alfabeto de tu piel para quien decidas deletreárselo. Tu potestad. Tu soberanía. Pero yo soy también una persona que se vomita en la humillación del silencio”.



Narciso herido. Nietzche Negrete. Friedich Infante. Lo sé. Anvier desoídamente lastimado, desolladamente dolido.



En la última tarde que pasamos en Quito, al inmediato regreso de Cuenca, ya para partir a encontrarse con Genaro, Marusa casi me lo dijo. “¿Vuelves en la noche?” Le pregunté. “No lo creo”. Guardó luego silencio, sonrió. Desvié la mirada. Esperó un instante. Se marchó. Casi me lo dijo. Casi pregunté. Casi. Como siempre. Siempre casi.



¡Ay Federico, arrinconados en el “ni un paso atrás” ante la llamarada inclemente de la transparencia!



¡No nos creen! ¡Tanto esfuerzo nadando en el vacío!



¡El héroe de la ética en Sacher Masoch transfigurado!



Fineza desgarrada de mi corazón impecablemente desnudo.



¡Ay Pascal! Perdí la apuesta.





¿Pod- pod-



podrías -sssss



creer en la nobleza de las razones de



mi difícil corazón?





IV



El Itchimbía. Es media mañana. El palacio de cristal levanta digna la estatura de su amabilidad. He terminado la visita y en su ausencia he conversado con Marusa en cada recodo del museo. Quisiera oír el hervidero sutil de sus ideas. ¡Cómo la extraño! ¡Cómo me duele en la primeridad de la carne la huella de su memoria! Decido irme, casi abandono la galería pero regreso para preguntar a un guardia la dirección de otro museo. “Se mira desde aquí, se lo muestro desde este ventanal”. Y ahí está ella, sentada frente al Pichincha. La busco. Nos abrazamos. Lloramos. Nuestros cuerpos no mienten y se dicen “te amo”. Es como estar desnudos en un paraíso recuperado. Nuestro frágil y escindido edén. Fue una gracia. Dádiva generosa de la sonriente razón poética.



¿Es este el Itchimbía? Fue el telegrama amoroso de la despedida que el venturoso azar -los vasos comunicantes- nos regaló bondadoso.





¿Es este el Itchimbía? Sí, el que por unas horas habitamos como nuestro.



Ese fue el Itchimbía. Bosque, palacio, nube azul del que nosotros nos desterramos -ángeles de sí mismos caidos-, al unísono, enamorados, desiguales, tan íntimos, tan distantes.









Quito-México 16-21 de agosto del 2010.















*Barcarola, poema de Pablo Neruda en el libro Residencia en la tierra

A Marusa, después de Papallacta

Mil veces renaciera
paladeara su luz,
la música inquietante
de su rostro.

Mil veces renaciera
me asombrara su cara:

preguntas sin ropaje,

sonrisas sin piedad
de lo que canta.