miércoles, 25 de agosto de 2010

El Itchimbía

El Itchimbía


(de la serie “Experimentos con uno mismo”)



Aventurarse al amor con los ojos abiertos

Rabí Bunam



Javier Contreras Villaseñor



I

¿Es este el Itchimbía? ¿Es este un texto literario, un hecho escénico, o sólo la prolongación de mi dolor? Abuso de Narciso en el filo de los gritos. ¡Ay Federico, hermano mío! ¿Podrías tocar, po-podrí-podrías tocar, la Barcarola*, la lengua enamorada de mi corazón? ¿En el país de las múltiples desgracias –México lindo y quueerriidooo- es una buena política la pública disquisición sobre el amor?

Es este el Itchimbía. Me olvido, no me olvido, pero es Quito, no México: montaña transparente de la luz sobre la montaña de piedra. Lloviznaba. Llovizna.

Es este el Itchimbía y ahora soy casi una piedra que sangra: sanguinopiedra desollada.

Conversábamos: señorita Marusa, Maura, Mau, somos amigos que se procuran con ternura de novios. ¿Po-, podri-, podrías hacerte cargo de mi fragilidad?

Conversábamos: señorita Marusa, Maura, Mau, siempre Marisis, acepto tu no amor, no seremos pareja, y aquí en el fresco y neblinoso bosquecillo, procuro tu boca, abrazos circulares de los labios, y no anulo la grieta, la fisura. ¿Saltamos desde el regazo encarnado de las bocas? Me dejas siempre solo en las mudas cascadas del abismo. Es tu derecho, tu libertad, tu acongojante soberanía. Me estrello. Tu privilegio. Mi desolación. Tu fuga hirviente. Mi desollación.

Conversábamos: acepto tu no amor, tu amistad afrutada y errante, tu natural acuoso saltimbanqui: “soy muy líquida”. Y te vas, en medio de una acompasada madrugada, nuestra casi madrugada, ¿acaso alguna vez tuvimos una completa madrugada?, y no te quedas, y arribas al regalo de otros brazos o a tu propio silencio amurallado.

Me hurtas la gravedad imantada de tu cuerpo, su musical arcilla.

¿Puedo verte orinar? Despejas sonriendo el cortinaje.

¿Puedo verte orinar? Clausuras la más mínima mirilla.

Te me hurtas, luego del tierno casi sexo. Besos apretados a tu pubis sonriente impúdicamente cubierto, ensotanado. Dualismo inverosímil de tu trato: desnudas, nuestras almas se han tocado hasta la más íntima semilla, inocentes e impúdicas, vestidas, nuestras pieles en la espera y en la huida se entusiasman y fatigan. La elusión es tu armadura, tu libertad, tu privilegio, tu borde siempre respetado, tu frontera.



¿Es este el Itchimbía?

Conversábamos: luego del regalo asombroso del reencuentro, nosotros transparentes, los ojos sosegados, pacíficos como primeros animales, más allá de la ira, las lágrimas, la desesperación. Palabras tacto, caricias susurrantes del afecto. Fogata crepitante de la reconciliación.

¿Es este el Itchimbía? Sí, el que por unas horas habitamos como nuestro.





II

Nos habíamos separado una tarde antes. Muy cerca del monumento a Bolívar, en casa de Klever Viera, en Quito. Ruptura definitiva, se suponía, de una historia de amor que no era amor, sino amistad, pero tampoco, o bueno sí, quién sabe, un poco, pero eso sí, desigual y verdadera, construida en ella, Marusa, desde el territorio de la amistad hacia las zonas intermedias del encuentro, y en mí, Anvier, desde la indubitable certeza del amor a los tembladerales esperanzados del acuerdo.

Mucho amor, mucha amistad, inverosímiles la proximidad, y al propio tiempo, la distancia.

Proximidad: la historia de nuestras conversaciones. Diálogos infinitos. Diálogos como abrazos. Caminatas extensas para hurgarnos minuciosamente al unísono. Harto escudriñarse y conocerse los entresijos y recovecos, axilas y pestañas, de las almas.

Distancia: pero ella no quería, no podía ser mi pareja y yo no podía, no quería, ser su amigo ascético. Fractura original, irreductible, que nimbó todas nuestras formas de la caricia, el entusiasmo y el duelo.

En la suave vertiente de una colina, en el bosque azul del Itchimbía, le dije “me tratas jugando una baraja de tres naipes: el del amor (o casi), el de la amistad (seguro), el de la muchacha líquida (constante). Renuncio a la ventura de ser tu pareja, por la ventura compleja de nuestra singular aventura”. “Pero eso no cambia nada. No estamos resolviendo nada”, me dijo. Y respondí: “pero yo puedo asumir el juego de las cartas, su danza atribulante y exigente”, y agregué, “me seas sólo transparente” y no le dije “y sobre todo, no me niegues la presencia de tu rostro frente a mi rostro: la claridad comprometida de tu voz” “¿Y si otro aparece ante tus ojos?” “Sólo nombra y asume” “Nombra y asume”. “Se puede todo si se nombra y asume”. Y agregué, testigo de roces y sonrisas, “¿te gusta Genaro?” “Nooo, es como mi hermano” y una semana después, en un viaje de Quito a Cuenca y su retorno, supo ser incestuosa, así nomás se siguió, con el muchacho riobambeño que en Machala me afirmara “yo nunca he estado enamorado” y me inquiriera “¿y tú?” “Yo amo a Marusa”.¡Qué pregunta!

Si tú pudieras escuchar mi corazón, la Barcarola.

¿Pod-, podrí-, podrías hacerte cargo de mi vulnerabilidad?

Pod-, podrí, podría yo hacerme cargo de mi fragilidad?





III



¡Órale Anvier! ¡Qué manera de encauzar el discurso hacia los vados del reclamo y la conmiseración! ¿Acaso no celebrabas, celebras, su alegría e independencia corporal? ¿La inobjetable contundencia de su risa?¿Acaso no disfrutas testimoniando su terrenalidad danzante -ella, bailadora de cumbias y bachatas? ¿no te alegra la mucha audacia e inteligencia de su sabio dialogar con el abanico de los goces? La has visto decidida acercarse a los jóvenes que conmueven su piel. Y eso es hermoso. Las has conocido conocer en toda la plenitud sensual y experiencial de la palabra. Y eso es libertario. Y en verdad, en verdad su alegría corporal sin ti no ha sido nunca tu problema, o casi.



¿Entonces?



Fue, es, el desasimiento, su habitual proclividad a no dar la cara por tu rostro (o casi) -la acción esencial del compromiso-, su facilidad de desplazarte. “No me mires así en público porque se van a dar cuenta de cuánto me amas” “Espera Anvier, ahora besos no, quizá atisba la dueña del hostal” “Nunca te voy a besar frente a mi hermano” “No voy a negar el vínculo que tengo contigo, pero no lo voy a divulgar” “Ahora no, me da pena” “Como no somos amigos te aviso que estoy saliendo con un chico, te miro en unos meses” “¿Cuándo'” “Después, después” “¡Anvier, aguarda, ahí está la madre de Lichi!”.



He sido el prescindible, el impresentable por mayor, el postergable, el cincuentón profesor inconvenientemente enamorado, a quien es posible casi asumir intermitentemente de acuerdo a un vaivén entre lo público y lo privado, ritmado por el metrónomo de la conveniencia y de las necesidades de su marusesco estado de ánimo. Su potestad. Su soberanía. Mi torpeza.



En una madrugada quiteña, soñé que tenía el miembro cortado casi al roce de su base y que sostenía el resto cercenado con la mano derecha. Estaba tranquilo porque me decía “ahora cuando quiera, me lo pongo”. Desnudo, buscaba a Marusa en medio de un salón de danza rodeado de una vegetación extraña de lianas y coníferas. Me encontraba a Lunamari, también desnuda, salvo por una breve mascada anudada a su cuello. Le pregunté “¿has visto a Marusa?”. No dijo nada. Me desperté temblando.



¡Ay Federico! ¡En esta mi megalomanía contigo pretendidamente identitaria, recuerdo la imagen fotográfica en la que junto a Paul Ree eres un caballo uncido al carruaje de Lou Andreas!



¡Ay hermano en la desmesura de incendiarse en los imperativos que desbrozan nuestras propias palabras!



¡Quise amar con intransigente consecuencia!



¡Se puede todo si se nombra y asume!



¡Me aventuro al amor con los ojos abiertos!



¡Me juego en la aventura de ser tocado por las sorpresas de su rostro!





¿Pod, pod,



pod drí,



podrías dar algún



crédito



a mi lúcido



arriesgar?



(¡Y Marusa y Genaro se trataban con discreción y con tacto, cuidadosos de no me lastimar y de se complicidar!

¡Locura mía!

¡Prudencia suya!



¡Puaj!)





Dice Morin que en el amor dialogan arduamente la cordura y el delirio, el homo demens y el homo sapiens; añado a la generosidad y al egoísmo, la donación y la demanda, la entrega y la renuencia.



Con la beligerancia de estos materiales le construí a Marusa un refugio, la casa en la que decía estar tan bien, una escucha minuciosa y atenta, una apertura sorprendida a los laberintos plateados de su cavilar, un oído, una piel y una inteligencia afinados en la disposición del terciopelo.



Me hice un dúctil teclado que contestaba a las multiplicadas armonías de su talento. Compuse mi canción charlando con la luz y los temblores de su persona valiosa. Su persona valiosa.



Fineza desgarrada de mi espíritu que demandaba la palabra que me ubicase no junto a sino frente de Marusa, Marisis, Mau.



Porque no podía ser que tanto hurgarse compartido viviese ayuno de rostro.



Porque no podía ser que tanto respeto a su singularidad de contrastados virajes no se ganara el sostén del reconocimiento.



Pero no dije:



“No me dejes caer”.



“Tu silencio desteje lo que nuestros actos se prometen”.



“No me dejes caer.”



“Y si lo vas a él encontrar (violines), y si ya lo encontraste, no me insultes con la prudencia furtiva”.



“Mi demencia irrenunciable es perseguir el asteroide de mi esperanza incendiada: Se puede todo si se nombra y asume. ¡Es valioso aventurarse sin párpados al complejo torbellino del amor!”



¡No me hieras con la ortiga mezquina de la compasión!”



“Tu afecto es tu afecto. El alfabeto de tu piel para quien decidas deletreárselo. Tu potestad. Tu soberanía. Pero yo soy también una persona que se vomita en la humillación del silencio”.



Narciso herido. Nietzche Negrete. Friedich Infante. Lo sé. Anvier desoídamente lastimado, desolladamente dolido.



En la última tarde que pasamos en Quito, al inmediato regreso de Cuenca, ya para partir a encontrarse con Genaro, Marusa casi me lo dijo. “¿Vuelves en la noche?” Le pregunté. “No lo creo”. Guardó luego silencio, sonrió. Desvié la mirada. Esperó un instante. Se marchó. Casi me lo dijo. Casi pregunté. Casi. Como siempre. Siempre casi.



¡Ay Federico, arrinconados en el “ni un paso atrás” ante la llamarada inclemente de la transparencia!



¡No nos creen! ¡Tanto esfuerzo nadando en el vacío!



¡El héroe de la ética en Sacher Masoch transfigurado!



Fineza desgarrada de mi corazón impecablemente desnudo.



¡Ay Pascal! Perdí la apuesta.





¿Pod- pod-



podrías -sssss



creer en la nobleza de las razones de



mi difícil corazón?





IV



El Itchimbía. Es media mañana. El palacio de cristal levanta digna la estatura de su amabilidad. He terminado la visita y en su ausencia he conversado con Marusa en cada recodo del museo. Quisiera oír el hervidero sutil de sus ideas. ¡Cómo la extraño! ¡Cómo me duele en la primeridad de la carne la huella de su memoria! Decido irme, casi abandono la galería pero regreso para preguntar a un guardia la dirección de otro museo. “Se mira desde aquí, se lo muestro desde este ventanal”. Y ahí está ella, sentada frente al Pichincha. La busco. Nos abrazamos. Lloramos. Nuestros cuerpos no mienten y se dicen “te amo”. Es como estar desnudos en un paraíso recuperado. Nuestro frágil y escindido edén. Fue una gracia. Dádiva generosa de la sonriente razón poética.



¿Es este el Itchimbía? Fue el telegrama amoroso de la despedida que el venturoso azar -los vasos comunicantes- nos regaló bondadoso.





¿Es este el Itchimbía? Sí, el que por unas horas habitamos como nuestro.



Ese fue el Itchimbía. Bosque, palacio, nube azul del que nosotros nos desterramos -ángeles de sí mismos caidos-, al unísono, enamorados, desiguales, tan íntimos, tan distantes.









Quito-México 16-21 de agosto del 2010.















*Barcarola, poema de Pablo Neruda en el libro Residencia en la tierra

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