domingo, 29 de agosto de 2010

Tárgum en una botella, 2005. (Proyecto Bará)

Proyecto Bará,
a Lourdes, con respeto indubitable, a quien me honró siendo feleségem.


I

Proyecto Bará es una extravagancia. Es una compañía artística interdisciplinaria que hace danza para “filosofar” (aunque ninguno de sus coreógrafos fundamentales, Lourdes Fernández y Javier Contreras, sea filósofo). Y se filosofa, es decir se piensa y siente, para que el cuerpo cante. Y se canta, se danza y se piensa para que la rebeldía desnude su rostro y nos interrogue con su mundo de promesas: bella como un motín de pobres escribió Octavio Paz.

II

Proyecto Bará es quizá la articulación entre la tesis XI de Marx sobre Ludwig Feuerbach y una lectura abierta del misticismo judío: bailar como quien vive la amada tesis XI del buen rabí Karl Marx. Esta articulación es social e históricamente explicable, en virtud del enhebramiento de las contradicciones de la condición posmoderna con los esfuerzos de definición de un rostro por parte de sujetos –nosotros- situados en la periferia de la occidentalidad, sujetos que se asumen, además, como personas en disputa con los roles de género y en la búsqueda de una ética erótica asentada en la confianza y la luminosidad.

III

Proyecto Bará es también una permanente dislocación (porque ha sido un esfuerzo para salirse de sitio: de la no escritura se hace una no danza para hacer una no filosofía que es poesía), una representación verídica, un baile de máscaras en el que toda escenificación es rostro en devenir, apuesta por las razones del tacto y por los retos de la fraternidad, el eros, el ágape y la ternura.

IV

Máscaras: mestizos judaizantes, marxistas franciscanos, exhibicionismo feminista, sátiros eticistas, ascetismos pulsionales, violencia de la ternura. Proyecto Bará o la fiesta de la contradicción.

V

Proyecto Bará: santificada alegría de lo obsceno en debate con la tibia pertinencia de lo políticamente correcto.

VI

Proyecto Bará: celebración de la gratuitad amorosa y de la audacia del enamoramiento: elogio de la desnudez y su punzante dignidad (encarnada metáfora sin metáfora, vestido sagrado porque D’os es el Nombre hecho epidermis, lectura extraña de Spinoza: si D’os y su criatura son la misma sustancia, entonces la desnudez es comunión en la transparencia primera).

VII

Proyecto Bará o todo es danza todo es danza (y yo podría bailar ese sillón, dijo Isadora, dijo Cortázar).





¿Pero de dónde nace Proyecto Bará? ¿a quién puede interesar saberlo?¿para qué escribir sobre un grupo que no marcará los derroteros de nuestra coreografía? Sinceramente no lo sé, pero tampoco puedo evitar mostrar las razones de un empeño. Motivos personales, particulares, asumidos en primera persona y que, espero respetuosa y no abusivamente, incluyen a mi compañera. Razones excesivamente singulares dirán algunos, de acuerdo, pero que, al propio tiempo, forman parte de la historia de la subjetivación (la formulación de individualidades concretas -síntesis en devenir, singularizadas, contradictorias y complejas de las historias compartidas- hecha por una comunidad) en nuestra sociedad latinoamericana.

Proyecto Bará ha sido entonces la historia de la definición de un rostro. Lo que pretendo testimoniar con estas palabras es la posible urdimbre de los posibles materiales de mi cara, porque si bien es verdad que todo rostro es un misterio nunca tematizable, también es cierto que es susceptible de indagación en tanto que aventura. Si todo rostro es un itinerario, quiero compartir algunos de mis viajes.

Quizá lo mejor sea comenzar hablando de Todos somos Golem, coreografía hecha en 1997 para dialogar, entre otras cosas, con los retos que nos lanza el zapatismo (antes, en 1996, ya habíamos hecho una obra relacionada con esta problemática: Casandra o una historia de febrero y más tarde, en 1999-2000, hicimos una obra interdisciplinaria, Midat Sodom, en la que también se tocaba el tema).

En Todos somos Golem, una muchacha vestida de sí misma recibe en el cuerpo el trazo de los diferentes nombres con los que tres hondas corrientes de sus antepasadas (indígenas, cristianas y judías) le proponen un proyecto ético de vida (porque todo nombre es la manifestación de un deseo, la apertura de un posible destino). La muchacha escucha a sus antepasadas judías vestidas con oprobiosos sanbenitos, escucha a sus ascendientes indígenas (mujeres de la guerra chichimeca) y atiende también a sus parientes cristianas (divididas entre la compasión y la intolerancia). La muchacha se enfrenta pues a la opresión (la marca de la persecución a sus antepasadas sefaraditas), a la resistencia tenaz y nunca derrotada de las indígenas de más allá de la Sierra Gorda queretana y a las marcas de su propio ser cristiano (aquél en el que viajan, al mismo tiempo, la apertura al prójimo y la negación del otro). Al final, se otorga a sí misma un nombre (su rostro, su apuesta ética) resultado de la aceptación del arco indígena y de la menoráh de Janucá (la fiesta de las luces, el recuerdo de la lucha de los macabeos) entregada por sus abuelas judías. La herencia cristiana no ha sido recibida porque en ella pesa más, todavía, la oscuridad del poder autoritario que la rebeldía.

En muchos sentidos, este rostro del personaje de Todos somos Golem (nombre que muy atinadamente Patricia Camacho sugería transformar en Todas somos Golem, pues todos sus personajes son mujeres) expresa la apuesta ética de Proyecto Bará (la adopción de la posición social de la mujer para desde ahí problematizarse y problematizar la cultura patriarcal, la asunción de la revuelta como acción valiosa y generadora de valores, la articulación entre la dimensión religiosa, la historia y la voluntad axiológica), así como también evidencia muchas de sus contradicciones, o mejor, de sus representaciones y enmascaramientos-desnudamientos: hacerse judaizante para reencontrar el reto de la moral cristiana del prójimo, hacerse mujerizante para aventurarse en la construcción de una virilidad nueva sustentada en la ética, hacerse jasidizante para poder ser occidental con ropajes étnicos.

En el fondo, creo que de lo que básicamente se ha tratado en mi participación en la creación coreográfica ha sido el de buscar un sitio desde el cual construir un proyecto de vida fincado en una libertaria voluntad de valor. Empeño que no puede edificarse desde las posiciones del sujeto varón cristiano patriarcal tradicional, de ahí la necesidad de desmarcarse, de dislocarse para no enloquecer de frustración, vaciedad (¿porque qué puede ser una vida sin sentido y sin valor?) y pragmatismo. Pienso que los lugares desde los cuales es posible edificar nuevos proyectos personales y colectivos, susceptibles de aventura ética, son los de la periferia, la resistencia, y los de la trascendentalidad interior al sistema {Dussel}. En esta lógica, elegirse como un varón nuevo suponía indagar el lugar social de lo femenino e investigar en la intimidad de la propia ánima {Jung}, máxime cuando tanto en mi vida afectiva, como en la política y en el ámbito profesional, me había encontrado con mujeres complejas, inteligentes, problemáticas y empeñosas que nos retan a los varones a hacernos mejores sujetos masculinos.

Lo dicho me llevó a indagar, por ejemplo, en conceptos e imágenes que relacionan lo sagrado y lo erótico, la ética y la construcción de género. Esto puede advertirse en obras como Duendes, luces y moradas (los duendes son leprosos), El vestido de la novia, Francisco (ad)mirando a Clara, Declaración (ojos para tu voz, oídos para tu danza) y Palabras de Lilith.

Duendes…, la primera coreografía del grupo, es un trabajo que, a través de una interpretación libre y -espero- no arbitraria de la schejiná, el aspecto femenino de D’os en la tradición judaica, hace una indagación acerca de la desnudez femenina considerada como metáfora de lo sagrado y de la actitud de apertura ética radical, entendida muy en los términos de Buber {Buber, 1977}y Levinas {Levinas}.

La circunstancia anecdótica que dio pie a la obra fue la asistencia a una sesión de dibujo de figura humana en la que Lourdes, mi compañera, fue la modelo. Me pareció que de su parte había una valiente actitud de generosidad, no del todo aquilatada por algunos de los dibujantes presentes y devaluada por algunos de nuestros conocidos. En la sesión, ante nosotros ocurría un hecho de revelación que no merecía ser trivializado con los juicios reducidos del imaginario patriarcal. Los asistentes éramos testigos de una situación de gozo, de embellecimiento del mundo, de irrupción de luz en la grisura cotidiana, que demandaba atención y respeto.

Todo esto me llevó a pensar en una obra en la que se hablara de la aparición de lo sagrado bajo la figura de una mujer desnuda, D’os como una mujer desnuda, con todas las implicaciones de belleza, gozo, apertura y vulnerabilidad que supone la prescindencia de ropaje. No puedo imaginarme a D’os, siguiendo al Quevedo de Los sueños {Quevedo, 1974: 142 p.} más que vestido de sí mismo, es decir, desnudo, y no puedo dejar de representarme a la desnudez sino como la valiente asunción de la condición sin resguardo, esa que se abre a la otredad sin armaduras, que convierte toda piel en oído para hacerse cargo de la llamada del otro. En este sentido, en la medida en que una actitud así sólo puede ser asumida nítidamente por quien nítidamente confía en la bondad del otro, la desnudez es la apuesta de lo santo. Me parecía además que esta actitud sólo podía pensarse desde una formulación no patriarcal de lo divino, una en la que se indagaran las consecuencias de representarnos a la divinidad también como rostro femenino, conceptualización avanzada por teóricos como Leonardo Boff {Boff} y Elisa Taméz en su defensa de la perspectiva ética que denomina “la fuerza del cariño” y por artistas plásticos como Leonard Nimoy {Nimoy}.

Todo esto se concretó en una obra que hacía el elogio de la presencia divina como luz corporeizada en la desnudez femenina, que hablaba de la empatía, piel a piel, con los oprimidos, con los sufrientes, y que manifestaba la alegría, a través de la justificación sin justificación del juego, que el encuentro entre los prójimos suscita. A lo dicho, debo agregar que, por supuesto, esta obra era una declaración de amor a mi compañera.

El vestido de la novia fue otra coreografía en la que se desarrollaban las mismas nociones (como ocurre, por otra parte, en la mayoría de nuestras obras), pero en la que el énfasis estaba puesto en la idea de la desnudez como disposición radical a la empatía. En esta obra, de nuevo, una muchacha sin resguardo se presentaba ante una comunidad a la que retaba con su sola presencia desarmada. Se trató de una pieza dancística sobre la piedad en la que, además, con el título se introdujeron en nuestro trabajo otras de sus constantes: 1) el uso de adivinanzas y llamados como una manera de interpelar al espectador, de plantearle problemas, de invitarlo a dialogar, a pelearse con lo cavilado en escena, a producir sentido, 2) la confrontación con las supuestas evidencias, 3) el empleo de referencias artísticas y filosóficas como guías e invitaciones para la interpretación.

Por eso, en esta obra le hacíamos una pregunta aparentemente obvia al espectador- ¿cuál es el vestido de la novia si la novia carece de ropaje?-, como en otras composiciones procuramos que nuestros títulos se presenten como un significado que se desliza, que viaja, que se contradice a sí mismo, que adviene. Esta es la razón por la que los nombres de nuestras coreografías, programas y videos tienden a ser largos y compuestos, tejidos con primera y segunda partes, con referencias a textos literarios y filosóficos, con debates internos y contradicciones. Menciono algunos ejemplos, además de los títulos previamente nominados: Soliloquio en tres, Las herejías, Danzas de hombres y mujeres a la intemperie, Nombres de luz, cuerpos de arena, Desnudos cronopios, Casandra o una historia de febrero, Lo obsceno o breve refutación de las pasiones tristes, Dagda y Boyne o la bruja, Carta a la Bella Jardinera o elogio del espíritu de sutileza, Celebración de las miradas (elegía: entes de acostarse), Declaración II (canción de Adán o de las bendiciones ), Declaración III (yogar o sobre la evidencia), etc.

A estos recursos escriturales se suman en escena otros procedimientos como el uso de la frontalidad, la mirada directa de las bailarines y los bailarines sobre el público, la ruptura y recomposición de la cuarta pared, la composición con base en secuencias coreográficas “dislocadas”, el uso de diversos lenguajes artísticos (danza, teatro, fotografía, video) que el espectador debe articular como una manera de potenciar la circulación accidentada pero coherente del sentido, etc.

Se trata, si así se lo desea plantear, de procedimientos “pedantes” pero no arbitrarios, que tienen que ver con intenciones didácticas que privilegian la alegoría con el propósito de incidir en la realidad en medio de una circunstancia personal de ausencia de praxis política efectiva. Es decir, se pretende que con su elucidación del entreveramiento de los sentidos inmediatos y los simbólicos, el espectador pueda leer el juicio ético y político que la obra está realizando con respecto a una determinada realidad personal y/o social. En cierto sentido, se asume que la interpretación es ya una forma de acción modificadora de lo dado, porque los significados producidos no son traducciones literales de las obras sino su reelaboración-aprehensión en y por el imaginario y la experiencia afectiva del espectador.

En el contexto personal de quien esto escribe (y ya se sabe que lo personal es un momento singularizado de la existencia colectiva), lo escrito arriba está relacionado con el hecho de que tanto por el origen social (clase media urbana depauperada), como por los hábitos dominantes de los campos artísticos (en los que la división entre prácticas simbólicas y prácticas ‘prácticas’ es procurada y posee prestigio –“la creación increada”, “la creación desinteresada”, etc.-), como por el resquebrajamiento de las organizaciones sociales y políticas de izquierda durante la década de los noventa, y como por mis propias contradicciones subjetivas, de súbito me vi fuera de cualquier estructura civil comunitaria donde fuese posible construir una vida con base en lógicas distintas a las del mercado.

Venía yo de una participación apasionante, atribulante, y enriquecedora en la izquierda trotskista (Partido Revolucionario de los Trabajadores) y en un intento de organización gremial independiente de los bailarines y coreógrafos (Danza Mexicana A.C, DAMAC.), que me permitió articular lo personal y lo público, transitar del uno al otro no sin contradicciones pero sí sin exclusiones.

Y cuando durante el salinato la izquierda radical mexicana se fragmentó y agostó (con la excepción del zapatismo, como supimos después), proceso en medio del cual decidí salir del partido para asumir más claramente el ejercicio de las prácticas artísticas, y cuando DAMAC fue propiamente abandonada por los bailarines quienes prefirieron su sumisión a las conocidas lógicas priístas al esfuerzo de construir una nueva cultura política horizontal e independiente (recuérdese que era el momento denominado como el del “fin de la historia y las ideologías”), sentí, como muchos, que había perdido la posibilidad de incidir en la vida social. Aspiración que me era muy querida pues transparentemente creía, y creo, en la necesidad de no resignarse a la dictadura del orden social dado por más racional e inmodificable que parezca.

Decidí entonces (claro está que lo que escribo es una simplificación, pues los procesos nunca son lineales) realizar varias apuestas: 1) asumir la producción simbólica como una posibilidad de revuelta, 2) generar una comunidad que fuese un espacio no competitivo de trabajo artístico (Proyecto Bará), 3) exigirme coherencia ética en todos los niveles: los personales, los gremiales, los relativos al poder, etc. 4) ejercer la docencia como una manera de hacer la crítica de las prácticas y sus densas inercias y 5) problematizarme, artística y reflexivamente, de la forma más veraz que me fuese posible.

En el fondo, creo que lo que predomina es una intención docente heredada del trabajo de los intelectuales liberales y de izquierda latinoamericanos del siglo XIX y del XX, en cuya tradición espero inscribirme en la medida en que me sea posible continuarla desde mis capacidades.

Es desde esta intención dominante, desde esta necesidad de incidencia en lo real, y de este esfuerzo por no ser articulado por los criterios de la competencia y del mercado, que se explican muchas de las características del discurso artístico de Proyecto Bará (por ejemplo, lo alegórico-didáctico, las referencias políticas y la reivindicación de la vida pulsional como aventura ética) y de sus contradicciones (el carácter casi críptico que pueden asumir algunos de sus niveles de composición, la distribución casi exclusiva de sus obras en el circuito de las bellas artes). Pues como estos empeños han ocurrido casi exclusivamente en el territorio de lo simbólico, lo personal y lo testimonial, lo que se ha magnificado en nuestras propuestas coreográficas y videográficas es la complejidad conceptual. Como ya se apuntó, nuestras obras, como las de todos los autores, están llenas de referencias clave (Spinoza, Balthus, Kitaj, Carrington, Breton, Ernst, Pascal, Goldman, Buber, Levinas, Marcuse, Boff, Piercy, Cortázar, Dussel, Kaminsky, Shakespeare, Delvaux, Eluard, Scholem, Benjamin, Bloch, Wiesel, Jáncso, Fray Luis, San Juan, Brecht, García Ponce, Arendt, Weil, Lukács, Bulgakov, Sor Juana, Hrabal, Donne, Paz, Fourier, Gonzalo de Berceo, el Arcipreste de Hita, Menzel, Chytilova, Godard, Szabó, etc.), que se espera sean movilizadas por el espectador para develar la densidad de sentido de las coreografías y videos. Pero quizá el problema se encuentre en que con este procedimiento el verdadero diálogo que las obras establecen es con ese imaginario religioso-filosófico-artístico de izquierda más que con el mundo cotidiano, lo que dificulta la lectura del espectador. En cierto sentido, a veces pienso que en nuestros trabajos ha sucedido algo similar a la respuesta dada por los modernistas a la expansión imperialista norteamericana sobre la América nuestra: la construcción de una gozosa fortaleza defendida por el placer de la forma, la extrañeza y la apelación a D’os. Sólo que en nuestro caso la defensa sería la urdimbre de referencias y presupuestos conceptuales.

Ahora bien, lo anterior no es del todo cierto, pues nuestras coreografías y videos buscan no descuidar nunca una línea transitable de lectura. De hecho, quizá se establezca siempre en nuestras propuestas una tensión, o más bien, un camino continuo de ida y vuelta, entre lo inmediatamente accesible y su repercusión simbólica, del que forma parte el empleo del contacto físico entre los intérpretes -las caricias; por ejemplo-, recurso que permite adelgazar el signo y enfatizar la empatía y al mismo tiempo cargar de contenidos a un tipo de acciones muy cercanas a las que vive el espectador en su circunstancia cotidiana.

Recuerdo, por ejemplo, una función que la compañía tuvo, como parte del programa Arte por todas partes de la Secretaría de Cultura de la ciudad de México, en el Reclusorio Preventivo Varonil Sur. Suponíamos que la representación iba a ser difícil, porque la obra que llevábamos era Celebración de las miradas (elegía: antes de acostarse), una composición escénica centrada en la reflexión sobre la experiencia erótica del mirar y el mostrarse, presentada como invitación al aprendizaje del carácter irreductiblemente misterioso del deseo. La obra incluía fragmentos de la pieza teatral de García Ponce Catálogo razonado, en la que se habla de una relación amorosa en triángulo, una vertiente coreográfica en la que se representaba algo así como una “orgía de ángeles” (como dijo alguna vez, acertadamente, Laura Castañeda), desnudos en escena, y una sección videográfica en la que se hacía el elogio del encuentro amoroso. Como director, confieso, desconfiaba de la respuesta de este público masculino, pero la actitud de la joven funcionaria responsable de las actividades culturales del reclusorio, y, sobre todo, la decisión de Lourdes, quien argumentaba que no debíamos tratar a los prisioneros como ciudadanos de segunda hurtándoles la representación tal como la habíamos concebido, nos llevaron a todos a la resolución de realizar una función cabal. La reacción de los reclusos fue conmovedora, se dejaron tocar por la obra, se abrieron a su sentido, aplaudieron, celebraron, quizá porque adoptaron la actitud más pertinente: la de preguntarse qué era lo que la obra quería decir y no adelantar ningún juicio que los protegiese de la experiencia y su sentido, de tal forma que, por ejemplo, uno de los reclusos que me ayudaba con las luces me hizo un comentario que apuntaba al corazón de todo nuestro trabajo “y yo que creía que no existían las hadas” (las duendes de nuestra primera coreografía), vale decir, la desnudez femenina y el juego de los cuerpos se le había presentado como posibilidad de un mundo otro, apasionado y, por eso mismo, también bondadoso y pacífico. Sólo me quedaba agradecer y aprender…

Esta función en el reclusorio, en realidad toda esta serie de representaciones en espacios fuera del circuito de distribución habitual de obras dancísticas, nos mostró que quizá, sin así quererlo, nos habíamos dejado influir demasiado por las características tan peculiares del público de danza, o, precisando, porque a nuestras escenificaciones van espectadores provenientes de otros gremios y otras prácticas, del paradigma dominante de apreciación estética de los profesionales de la danza. En este paradigma, por lo menos en nuestro país, no hay mucho espacio para la aprehensión simbólica, porque a partir de que la danza es una fiesta de los saberes experienciales del cuerpo (y es una delicia que sea así), la mayoría de bailarines y coreógrafos de nuestro gremio ha reproducido, en sentido inverso, el dualismo occidental: aquí valen sólo las razones del cuerpo, como si la corporeidad estuviese ayuna de imaginarios. Preconcepción que reduce mucho aquello que el propio gremio considera como verosímilmente dancístico y que apuntala una exclusión de la pregunta por el sentido de las propuestas coreográficas en la medida en que se considera que la danza es sólo un asunto de “cuerpo a cuerpo”, de biología escénica a biología cotidiana.

Bajo esta perspectiva nuestro grupo y su insistencia en las problemáticas del significado eran “raros”. Condición de extrañeza magnificada por el hecho de que yo provenía de ámbitos no dancísticos, no había sido bailarín, no establecía con mis bailarines y bailarinas rituales de seducción-sumisión, eludía las paternidades postizas en beneficio de relaciones cara a cara y no les pedía a los intérpretes riesgos físicos sino audacia para explorarse como sujetos deseantes y axiológicos.

Pero si esto era efectivamente así ¿por qué esperar reconocimiento de un gremio que se constituye con otras lógicas? En primer lugar, por el amor y el respeto que la danza me suscitan. Sinceramente creo que la danza es, en el mejor sentido de la palabra, un gran escándalo, porque habla desde nuestra condición más inmediata, la finitud encarnada, porque en un mismo haz reúne dos experiencias problemáticas para nuestra cultura: lo libidinal y la muerte. La danza se me aparece como una inversa máscara roja {Poe}, como una invitada incómoda que nos recuerda la fiera intensidad de la vida, su, valgan la tautología y la contradicción, bullente y efímera y eterna vitalidad. A esto debe agregarse que tanto por el momento en el que me integré al gremio (la década de los ochenta, la época del movimiento independiente), como por el origen de la danza moderna y contemporánea mexicana (su enraizamiento en la revolución del diez), como por las mismas condiciones de nacimiento de la danza moderna y contemporánea en general (inicio del siglo XX, el momento en que las fundadoras decidieron dejar de ser objetos de representación para transformarse en sujetos creadores), la danza me parecía una expresión artística plebeya, feminista, irreverente, valiosa, es decir, una buena tierra a la que emigrar.

Me imaginaba a la danza contemporánea como un sitio en el que podía resolver mis contradicciones (lo personal y lo público, lo estético y lo político, lo pulsional y lo ético), o mejor, como el ámbito privilegiado en el que podría habitar en paz, y ser habitado por, mis más queridos debates. Es decir, no se trataba, ni se trata, de la exclusión de las problemáticas ni los desencuentros, sino de poderlos vivir sin que supongan guerras. Por supuesto que son demandas desmesuradas e ingenuas –injustamente formuladas a mis compañeros de gremio- pero que vehiculan un deseo de racionalidad amorosa que permita la construcción de una comunidad que viva la confianza. Son demandas que van de lo psicológico a lo político muy afines a los sueños del socialista utópico Charles Fourier y a las propuestas de Marcuse.

Lo dicho explica también por qué en nuestras obras se repiten los temas amorosos, se insiste en las aventuras del tacto y tiene un lugar central la fiesta del encuentro de los cuerpos En composiciones como La primera noche fuera del Paraíso, La primera noche en el Paraíso, El tacto de la lúcida mirada, De madrugada, Celebración de las miradas –una fábula-, Celebración de las miradas (elegía; antes de acostarse, y Lo obsceno o breve refutación de las pasiones tristes, la aspiración central es la de la confianza y la mayor agresión es el abuso. La legalidad que recorre estos trabajos –como en realidad sucede en la mayoría de nuestros videos y coreografías- afirma que la primera acción amorosa -y, en consecuencia, la primera apuesta ética y la primera decisión política- es la confianza en la palabra del otro y que el primer deber es el respeto a la persona que se nos dona confiada. Acciones ambas que son verdaderamente audaces pues suponen la renuncia a los hábitos patriarcales de dominio.

Por eso es que, por ejemplo, en Lo obsceno…, (coreografía cuyo origen fueron referencias contrastadas al personaje de Lavinia de Titus Andronicus y a pasajes de El sueño de una noche de verano - ambas obras, como es sabido, de Shakespeare, leídas bajo la influencia de Spinoza) se hacía el elogio de todas las formas del amor (heterosexual, homosexual, lésbico), condición edénica que era violentada por el surgimiento de la violencia machista ejercida sobre Lavinia y sobre las parejas de amantes. La comunidad amorosa se defendía, protegía también a la muchacha y expulsaba a los agresores para recuperar su confianza y armonía originales. Situación pacífica metaforizada con la aparición de un andrógino en la escena final, y que implicaba también el triunfo de las pasiones alegres (las amorosas, las que hacen pasar al ser de un menor a un mayor grado de perfección) sobre las pasiones tristes (aquellas que funcionan con una lógica contraria) de acuerdo a una interpretación quizá demasiado libre y simple de la Ética de Spinoza.

También con base en la asunción del reto ético que lanza la original e ineludible afección-afectación entre los sujetos es que construimos la escena de la “dulce orgía” en el video El tacto de la lúcida mirada. Se trataba de plantear una situación de privilegio: ganarse el derecho a participar en una ceremonia en la que la protagonista era la comunión amorosa multiplicada en la sonrisa de los rostros y los cuerpos de quienes confían tanto entre sí que pueden acompañarse en sus itinerarios del tacto.

Pero esta confianza aunque esencial no es una condición dada sino algo a lograr. Este es el motivo por el cual nuestras obras están atravesadas por procesos de aprendizaje, de crecimiento, y es la causa también de que, como ya escribimos antes, en nuestras composiciones se le formulen retos al espectador. Por ejemplo, en la coreografía Dagda y Boyne un varón desaprende sus hábitos de dominio para asumir los riesgos de la vulnerabilidad, decisión expresada en escena a través de la prescindencia de la ropa (como ocurre también con los personajes masculinos protagónicos de los videos Francisco (ad)mirando a Clara, El tacto de la lúcida mirada y Palabras de Lilith), el abandono de la violencia y de su aceptación de que el personaje protagónico femenino lo tome directamente del sexo: ahora es él quien debe demostrar su disposición a la confianza, no agredir y mostrarse en condición de apertura para tornar creíble su intención amorosa.

Con respecto a este tema de la violencia, y más allá de una aplicación maniquea y esencialista de la perspectiva de género (la capacidad de agredir es masculina), Lourdes investigó en dos obras la experiencia femenina de la ira. En Breve estudio sobre el odio indagó sobre la lamentable capacidad que tiene una comunidad de resolver sus contradicciones por la vía de sacrificar un chivo expiatorio. Los diseños de movimiento que ejecutaban las bailarinas, vestidas de blanco como para matizar una supuesta disposición a la pureza, remitían a situaciones de combate, de acrobacia, de competencia, aquietadas momentáneamente con la liquidación del personaje víctima. En Soliloquio en tres, Lourdes más que de la capacidad de herir, hurgó en la violencia del dolor y en la reivindicación de la inteligencia de habitar la ira para sostener una decisión de vida. Confrontada con la infidelidad de su compañero, la mujer protagonista de esta obra decide vivir nítidamente su dolor y su coraje para abrirse el camino a su propio digno acompañarse.

Otra de las manifestaciones de este proceso de aprendizaje es la relativa a los oficios de la mirada deseante. Este es uno de los temas centrales de nuestras composiciones pues nos permite plantear el reto de cómo desear apasionada y éticamente, vale decir, sin convertir a la persona mirada (habitualmente una mujer, en función de los hábitos de género de nuestra cultura) en objeto y sin renunciar, al mismo tiempo, a la vivencia transparente del deseo. En nuestras obras, hemos formulado personajes que se esfuerzan, particularmente los masculinos en virtud del privilegio patriarcal al ejercicio de la mirada cosificante, a aprender a mirar dignificando. Para lograrlo los personajes perciben en la mujer contemplada la acción total de un rostro, de tal manera que sus ojos siempre se enfrentan a unos ojos, de donde se sigue que al observar son observados, situación que los devela como sujetos deseantes ante una mujer situada en un plano de igualdad, persona de cara a la cual hay que asumir la expresión nítida del gozo y la sorpresa –ser verídico- u ocultarse tras la pretensión de dominio o tras el intento de hurtar la afectación. Si se asume la opción de la veracidad no hay lugar para el cálculo y la trampa, entonces ya no es posible seducir sino sólo declarar, manifestar, ejercicio de la palabra que reconoce en la persona deseada su derecho a decidir con respecto a la manifestación y/o a la demanda. Es esta lógica descrita la que sostiene las acciones de, por ejemplo, los personajes protagónicos masculinos de los videos El tacto de la lúcida mirada y Francisco (ad)mirando a Clara y de la coreografía Celebración de las miradas –una fábula-

.El aprendizaje de una nueva manera de mirar basado en la disputa con los hábitos patriarcales es sobre todo muy claro, y muy radicalmente asumido, en la coreografía Canto al deseo de Lourdes Fernández, obra que realiza varias transgresiones que erosionan la seguridad de espectadores y espectadoras. En esta composición una mujer, la propia coreógrafa ataviada como una porrista típica, camina entre el público preguntándole a los varones qué es lo que más gustan mirar en una muchacha, para luego subir al escenario, hacer un oscuro y presentar sus nalgas desnudas a través de una pequeña ventana que hace el efecto de un inserto cinematográfico. Acción con la que da inicio un striptease despojado de la sensualidad habitual y más bien danzado desde la asunción del carácter apremiante del deseo. Al final, la bailarina-coreógrafa vuelve a mostrar los glúteos, mira al público, y se interna luego en el tiempo infinito del deseo representado por un largo fade out. Los espectadores se inquietan debido a que más que mirar han sido vistos por la corporeidad de una mujer que se les presenta como sujeto deseante, las espectadoras se inquietan porque ante la percepción patriarcal no se ha optado por la elusión, el hurto de la corporeidad, sino por el recorrido de las contradicciones del deseo, por la evidenciación de su problematicidad que no puede ser aprehendida con razonamientos simples. Esta coreografía me parece realmente desnudadora en la medida en que fractura el binomio patriarcal puta-santa y va más allá también del moralismo de lo políticamente correcto.

Es también con los elementos descritos con los que hemos realizado nuestras obras más transparentemente “políticas” (aunque para nosotros, como ya se habrá observado, la política es una categoría amplia que tiene que ver con todos los esfuerzos encaminados a volver socialmente posible para todos y todas el ejercicio individual y colectivo de la problemática y complejizante obligación de libertad de que hablaba Sartre {Sartre}). En el video Duermevela y en las coreografías interdisciplinarias Casandra o una historia de febrero, Midat Sodom y Fotogramas son de nuevo los temas de la schejiná, la desnudez, la mirada, la apertura ética, el rostro, la empatía, la memoria, la sorpresa ante la irrupción del otro, los que funcionan como las lógicas estructurantes de los debates de las obras. En Duermevela, por ejemplo, se cuenta la historia de una muchacha que sueña con un personaje femenino libertario mítico, una combinación de la Virgen de Guadalupe y La libertad luchando en las barricadas de Courbet, que la conmina a que asuma la revuelta desde la inmediatez de su cuerpo. En Casandra…, a través del personaje griego entreverado con la muchacha de los alcatraces de Rivera, nos referimos a la situación de Chiapas suscitada por el intento zedillista, en febrero de 1996, de detener a la dirección zapatista, destruir sus bases e iniciar una cacería de brujas en las ciudades La resistencia a este brote de fascismo era representada por la danza de una comunidad que se oponía a la reducción de su espacio vital, por la ironización de las imágenes del progreso (caía nieve en el territorio campesino, precipitación que lo igualaba a todo paisaje cabalmente primermundista), y, sobre todo, por la reivindicación de la queja y la protesta impertinentes e inoportunas, las propias de Casandra, para el poder autoritario (la música eran canciones hirientes y astilladas de Diamanda Galas y los diseños de movimiento eran angulares, enfáticos, “ruidosos”, lanzados, además, contra la cuarta pared). En Fotogramas, coreografía dedicada a doña Rosario Ibarra de Piedra, mediante la combinación de fotografías de reportaje de Andrés Luna, fotomontajes poético.políticos de Jorge Izquierdo, y la ejecución de una danza sobria, sin contenido anecdótico, interpretada por un trío de mujeres que habitaba con su danza la tristeza y la rebeldía provocadas por la situación de los desaparecidos, hablamos de la necesidad de no regalarle al poder la desmemoria, de no olvidar a quienes fueron hurtados por el autoritarismo, de no apagarse en el duelo o la resignación, de no dejarse enturbiar la llama del rostro. En Midat Sodom, a partir de un relato del Talmud, y de nuevo articulando los lenguajes de la danza, la fotografía y el video, construimos una metáfora de la crueldad de nuestra situación actual en la que el poder y el dominio de la economía pretenden imponerse sobre los derechos humanos. En la obra se entreveraban diversos tiempos históricos -el del imaginario talmúdico, el del holocausto, el de los inicios del trabajo fabril femenino, el de los zapatistas y el utópico- para narrar la historia de la resistencia de un grupo de mujeres (que se vuelven así una metáfora de las luchas de los agraviados) ante el acoso del poder autoritario. La obra empleaba un lenguaje de movimiento muy lírico, fluido, “danzado”, pues tuvimos la intención de oponer a la sordidez del poder la audacia de la caricia y la belleza.

La importancia de la experiencia del contacto piel a piel como manifestación política se me evidenció en la visita que unos compañeros zapatistas, durante los trabajos de la Segunda Consulta, hicieron al Centro Nacional de las Artes. Casi al finalizar el encuentro, que en el Aula Magna del CENART, tuvimos los compañeros rebeldes y los estudiantes, trabajadores académicos y administrativos de las diversas escuelas y centros de investigación, y después de cantarnos y recitarnos poemas mutuamente, después de sorprendernos y escucharnos, en una prefiguración modesta pero significativa de las fraternidades posibles en nuestro país, un compañero zapatista nos planteó con la amabilidad verbal extrema que acostumbran“ahora, vamos a tomarnos de las manos”, con lo que nos posibilitó la coincidencia en la sabiduría esencial del tacto. Comprendí entonces que la verdadera democracia política y cultural no es un asunto de respetos abstractos a la diferencia en la que cada uno ocupa su lugar, sino la asunción de las complejidades del contacto, de la aprehensión del reto de generar realidades enriquecidas, problemáticas, en movimiento (me gustaría decir, danzantes).

Y es esto último lo que quizá mejor defina la apuesta ético-estética de Proyecto Bará: el esfuerzo de aportar elementos para construir una racionalidad amorosa. 

Por último, no puedo dejar de decir que me hubiera gustado recibir de la mayoría de aquellos a quienes juzgué mis compañeros una actitud honesta en la recepción-valoración de nuestro trabajo. En cambio, fue la descalificación prejuiciosa –porque fueron pocos y en pocas ocasiones los que fueron a nuestras funciones-, fundada en la reproducción acrítica de las representaciones del sentido común dancístico, la que los autorizó a desconocer, ignorar, eludir, un trabajo hecho con calidad, inteligencia, compromiso y pasión.

Lo que les solicitaba, y lo que les pido para el resto de las producciones dancísticas sobre todo ahora que surgen ya las generaciones de recambio, no es la adhesión de su gusto, sino su disposición a comprender, a tener el valor de dialogar con los discursos otros, a trascender la pereza de los juicios inmediatos, tan reconfortantes para la propia imagen pero, en realidad, tan chatos y empobrecedores, tan inútiles.

Nos merecemos todos –viejos y nuevos, becados y no becados, institucionales y marginales, perfumados y plebeyos- otra actitud más a la altura del riesgo implicado en los oficios dancísticos y menos cercana a las mezquindades de la politiquería. Requerimos el reconocimiento mutuo de la dignidad del otro en una suerte de instauración de la ciudadanía dancística, lejana de la cultura cortesana que tanto erosiona el peso social de nuestro campo artístico.

En el fondo, creo que quienes podrían ser los líderes de nuestro gremio están muertos de miedo disfrazado de orgullo. Actitud que les impide reconocerse como parte de una tradición amplia, plural, diversa, contradictoria y colectiva a la que sería bueno ayudar a multiplicar los caminos, y no a obstaculizar. De cualquier forma, y afortunadamente, los nuevos ya están aquí, autorizándose a sí mismos, enriqueciendo las variadas voces de nuestra danza.

Me gustaría que este texto en algo pueda servir a esa multiplicación de posibilidades, desde su esfuerzo de elucidar las contradicciones del proceso artístico de Proyecto Bará. De alguna manera, con este texto se pretende llevar a la práctica la idea de que para resolver las contradicciones que nos constituyen es necesario primero construirse como problema Esa ha sido la tarea de este escrito, su riesgo, asumido interesadamente, porque es su propósito colaborar al enriquecimiento de las condiciones de vida de una práctica que todos los involucrados en Proyecto Bará respetamos y amamos.


México, 2005

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