jueves, 24 de mayo de 2012

Marusa, la liebre y la tortuga


Oficio de tinieblas, la medianía. Siembra granos de ceniza en el más feraz de los cultivos. La sombra es su producto, constreñida floración de lo que se regó con vinagre: fruto en cardo devenido. Con Marusa, amar fue el saboteado jardín de las pasiones tristes. Marusa le decía “No me imagino haciendo el amor contigo” mientras se aposentaba en la extensión de sus abrazos. “No quiero un vínculo sexual entre nosotros”, murmuraba, al propio tiempo que el manar de su entrepierna perfumaba la mano viajera de su amigo. “No acaricies mis nalgas”, le pedía mientras se arropaba feliz entre las sábanas. “No beses mis pezones” que se erguían rosados y elusivos. “No me mires cuando me desvisto”, “quiero dormir, estrictamente dormir junto a tu lado, en tu cama”. “Te beso en los labios pero como amiga”   “Si alguna vez hago el amor contigo será porque me excito mucho al final de mi período”. Marusa, la Venus de las Hieles. K., el enfermo de esperanza, atrapado su amor y su deseo en la irresoluble ecuación de la aporía. Alguna vez, los Andes les regalaron una noche de piscinas termales en medio de una helada oscuridad en la montaña. Desnudos, frente a frente, separados por un borde del que apenas sobresalían los rostros, K. le pidió un beso que honrara el silencio y la soledad que sus amigos cómplices les obsequiaban. Pero Marusa repitió el “no”. El “no” con el que siempre tributó su poderío. Dueña de la balanza desigual en la que se enredaron con la nada. ¿Triunfo de quién? La Muerte tuvo permiso. Victoria de la sal y la mortaja.

A V., querida V.


V

Quería ser un puto. Puto heterosexual, dulce y combativo. Si a las mujeres dueñas de la propia enunciación de su corporeidad se les llama “putas”, él deseaba ser un puto cabal. Dueño de sí, de su cuerpo y sus múltiples palabras. De su falo sí, pero también de la piel que gime, a veces, por caricias, de su tacto que bien sabe conocer y descifrar, pero también de su cuerpo pergamino ofrecido a la lectura de otras manos, de su saber invitar a la alegría en el afuera y el adentro de sus compañeras, pero también de su propias extensiones y oquedades. Persona corporal cabal, como aprendió con la primera mujer con la que hizo el amor, la tierna e incendiaria V. Lustros después todavía recuerda agradecido su audacia sonriente y decidida. “Ojo por ojo, diente por diente y orgasmo por orgasmo” era su juguetona pero irrevocable consigna. Y sí, ella cultivaba la equidad del goce con minucia de sabia. Se recorrieron palma a palmo con obstinación topográfica. Se besaron y olieron lo santo y lo profano. Se masturbaron y penetraron en canon y al unísono. Se regalaron chupetes que los acompañaban debajo de las ropas. Se fotografiaron desnudos en habitaciones de calmadas luces cálidas y en ámbitos de súbito apropiados. Magreáronse con furia delicada –tiernos gatos-. Escribiéronse cartas y poemas. Compartieron lecturas y la música. Y jugaron, con ahínco, jugaron, cosas como ingenuas travesuras: se desvestía ella para sus ojos, lenta y ritual, ceremoniosa, en la casa familiar justo al lado de la puerta abierta de su cuarto, peligrosamente próxima al deambular de hermanas y hermanos suspicaces, para invitarlo luego, ya desnuda, a lamer el sabroso corazón que pulsaba entre sus piernas; o él, también desnudo, momentos antes de bañarse, cruzaba presuroso el patio de su vieja casa, con cuidado de eludir a los parientes, hasta allegarse quedo a la habitación donde ella lo aguardaba para entregarle el saludo de su miembro enhiesto que ella acogía con el abrazo perfecto de sus labios. Ojo por ojo, diente por diente, de aquellos empeñosos polimorfos…

Con ella descubrió también cómo la piel se transmuta en luz sonriente en el rostro feliz de quien se “viene”: alquimia del orgasmo. Penetrarla y admirar en su semblante cómo el gozo le enciende el ramaje mercurial de la alegría.  “Venirse”, apenas alusión a esa felicidad de arribar y de perderse –¿quién puede decir su nombre en ese abismo?- en la plenitud impronunciable de una sima que es también, quién no lo sabe, cenit inabarcable. Advenir-se, llegar a sí, al propio rostro, para extraviarse. ¡Qué privilegio testimoniar ese su vuelo: la cara feliz de su delicia! Memoria de su piel y de sus ojos navegando un efímero infinito.

V. siempre querida.

jueves, 15 de marzo de 2012

Las preguntas de la piel: e valor de la danza y de la fragilidad en el mundo agreste.

Las preguntas de la piel: el valor de la danza y de la fragilidad en el mundo agreste

                                                                                                     Javier Contreras V.

Hace unos días, en una reunión con estudiantes y profesores del Centro de Investigación Coreográfica de la Ciudad de México, un joven me preguntó sobre cuál había sido una de las experiencias que habían marcado mi vida. Le contesté, con algo de rubor, pero sin dudas, que fue el primer recorrido que hice –azorado, sorprendido, embelesado- de la persona desnuda de mi novia preparatoriana. Fue el primer encuentro con los vastos paisajes de una piel otra transitados con cuidado minucioso por mi propio tacto. Rememoro y me estremezco ante tanta ternura y tanto asombro. Me caen bien esos jóvenes que fuimos que se hurgaron mutuamente con delicioso cuidado. Tacto, cuidado, atención, escucha, porque la piel sin resguardo es una invitación a hacerse cargo de una fragilidad que se nos confía o que compartimos confiados.

    Recuerdo a los filósofos Emanuel Levinas y Enrique Dussel, a quienes seguramente simplifico de manera abusiva, que nos hablan de las consecuencias políticas del hecho de que la irrupción del otro en nuestra geografía vital se nos convierte en una ineludible demanda, en un llamado al compromiso ético básico: el de no permitirse nunca la indiferencia.  “Aquí estoy”, “reconóceme”, “hazte cargo”, palabras llamado del uno al otro y del otro al uno, en la medida en que esta afectación inevitable es de ida y vuelta, porque nuestras personas son, para recordar también a Martin Buber, una estructura relacional binaria: yo-tú. Nunca, en realidad, estamos solos, porque estamos siempre siendo constituidos con, junto a, frente de y por un otro.

    Bernard Aucouturier nos dice que este sostén constituyente de nosotros por el otro nos deja sus huellas afectivo-corporales desde la más originaria infancia, en el momento mismo en que un otro –otra- nos arropa y mece, aun antes de que nuestra persona se conciba a sí misma como sujeto independiente. Toda la vida nos acompañan esas huellas del otro, en la imaginación, las acciones y el deseo. En cierto sentido, antes del yo, y perdonen las redundancias, está el otro. Cito un poema que Aucouturier pone como epígrafe de su libro “Los fantasmas de acción y la práctica psicomotriz” y que bien enuncia lo que voy borroneando: “Si nadie, nunca,/ nos hubiera tocado,/Seríamos paralíticos.//Si nadie, nunca,/Nos hubiera hablado, Seríamos mudos.//Si nadie, nunca,/Nos hubiera sonreído,/-y mirado-/Seríamos ciegos//Si nadie, nunca,/Nos hubiera amado/No seríamos/   “nadie”. (Paul Beaudiquey).

    Amar sí, acción-vínculo fundacional, posibilitante. ¿Y amar, en un sentido amplio, no es, entre otras cosas, es cierto, pero de manera fundamental, hacerse cargo de nuestra y la otra fragilidad de quien con su presencia nos interroga? ¿Y no es este “tomarse en serio”, con cuidado, a otro, toda una decisión ético-política?

    Las palabras del poema citado nos remiten también a Buber: el yo-tú, si se deja tocar por el llamado de la otredad, si se la “toma en serio”, si, en un sentido amplio, la ama, se esforzará por nunca convertir al prójimo en un “ello”. Porque así como existe la “palabra primordial yo-tú”, que arraiga en los laberintos y empeños del diálogo, existe también la “palabra primordial” yo-ello, cuya lógica se finca en la objetualización-instrumentación del otro. Instrumentalizar al otro es volverlo cosa, hurtarle el rostro, eludir el compromiso del cuidado de la fragilidad. Es violentarlo. Es, como dice Simone Weil en “La Ilíada o el poema de la fuerza”, reducirlo, en última instancia, a la condición de cadáver. Claro está que la filósofa francesa se refiere a un caso extremo de la objetualización, la que resulta de ejercer la violencia guerrera (la fuerza, la ira, la desmesura); con todo, aunque extrema, no es más que la radicalización del sentido profundo de la indiferencia: negarse al propio estremecimiento que el otro nos provoca para que ese silenciamiento nos permita inmovilizar, cosificándolo, al otro. Doble muerte del temblor –el propio, el ajeno- para que la pesadilla triunfe. Escribe Simone Weil: “La fuerza es lo que hace de quienquiera que le esté sometido una cosa. Cuando se ejerce hasta el fin, hace del hombre una cosa en el sentido más literal, pues hace de él un cadáver. Había alguien y, un instante después, no hay nadie” (Weil, 1990:11). Elusión del estremecimiento que vuelve al uno no una piel sino una armadura y al otro una cosa. Pesadilla…Lógica contraria a la amorosa que es precisamente un conmoverse, y comprometerse, con y ante la frágil riqueza de una persona que se nos aparece en su singularidad (su misterio, su rostro, dirá Levinas).

    Por supuesto que esta esquemática vindicación de la defensa de la fragilidad,  de la asunción de la inevitable condición binaria (yo-tú) del sujeto y de su también, para mí, ineludible circunstancia fisurada, y, en consecuente, amorosa, deseante, es un posicionamiento ético-político enfrentado a concepciones como las que sostiene Michel Onfray (filósofo a quien agradezco mucho, por otra parte, escritos como “La potencia de existir” y  “Teoría del cuerpo enamorado”) en su texto “La escultura de sí”, en el que hace la defensa de un sujeto sin fisuras, habitado por su propia autoafirmación monádica. No me parece casual que sea la figura del Condotiero (un refinado y elegante militar) en donde encuentra la cifra de su “moral estética”, es decir, en un guerrero, alguien alejado de los esfuerzos del diálogo. Creo que ahí donde no cabe el otro como parte constituyente del yo mismo, lo que aparecen son o el combate –las relaciones de fuerza entre dos voluntades- o el acuerdo pragmático (la ética del postdeber) atento a las conveniencias mutuas, pero no a ese vuelo de la trascendentalidad interior al sistema (la realidad deseada, formulada como valor, como utopía, para que sirva de guía en la construcción de una mejor humanidad posible) de la que habla Dussel.

    Por supuesto que exagero y simplifico, porque la propuesta de Onfray es también una disputa con la manera habitual de concebir la aventura ética como nacida del encuentro culpígeno con el otro y no como una fiesta. Es una apuesta por fincar la voluntad de valor en el gozo de sí. Y esto es también una actitud libertaria en lo que tiene de oposición a la ética patriarcal dominante.. 

    A lo dicho, es preciso agregar que quizá es necesario trascender las formulaciones antinómicas, de tal forma que el sujeto constituido complejamente como yo-tú y el sujeto autoafirmativo de la escultura de sí, puedan ser dos momentos del difícil proceso de constitución de la persona.

    Creo que, en este momento, de cara a las condiciones de violencias múltiples de nuestro país, que intentan tanto por el lado gubernamental como por el delincuencial, detenernos, inmovilizarnos, cosificarnos, nos es necesario articular los dos paradigmas axiológicos mencionados, que quizá puedan entretejerse en la imagen del bailarín y de la bailarina: esos apasionados cultores del gozo de sí, que se saben frágiles –la danza es un oficio de la desnudez, de la exposición, del riesgo- y que bailan dialogando con el otro. 

    Quizá lo que planteo es todavía demasiado “literario”, y posiblemente esté muy ceñido al ámbito de la proximidad y la micropolítica. Pero es que es en esos territorios donde encuentro la mayor aportación, digamos, aunque suene exagerado, “civilizatoria” de la danza.

    Estoy convencido de que la vida cotidiana es el territorio verdaderamente definitorio de la validez de la ética, la historia y la política. ¿En qué otro sitio se vive sino en el día a día, en la densidad del mundo que se comparte con los otros? Densa, y al mismo tiempo, evanescente inmediatez del estar juntos que la práctica de la danza nos recuerda de manera ineludible. Porque  danzamos con los prójimos y las prójimas –es decir, sudamos, olemos, somos olidos, cargamos, somos cargados, tocamos, somos tocados, adivinamos, somos barruntados a los otros y por los otros-. La danza es una experiencia que nos confronta con los riesgos, goces, retos, responsabilidades, abismos, venturas y desventuras de la ineludible proximidad. La danza es también una actividad de desnudez, no sólo física, sino fundamentalmente afectiva, óntica: quien danza, se abre. La danza es además un recordatorio de que es posible vivir con alegría: quien se mueve, descubre las sonrisas de su cuerpo. Por todo esto, la danza es una radical invitación a hacerse cargo, responsablemente, de la fragilidad y la dignidad de los otros. En este sentido, la danza es toda ética, toda política.



        Y lo dicho se vive casi siempre al interior de colectividades: el grupo de danza, la escuela, el salón de clases, la tribu de amigos, el campo artístico. Se trata de pequeñas comunidades en las que la corta distancia de las relaciones magnifica las repercusiones del buen o el desprolijo trato. Agréguese la circunstancia de que en este trato no sólo intervienen las diversas vertientes de la dimensión fáctica, sino también los laberintos y fantasmas de nuestra condición deseante. La danza es también, por lo tanto, un llamado a la cuidadosa escucha de la complejidad de la persona.



    Y todo esto ocurre en situaciones en las que la distribución de poder es desigual: coreógrafo-intérprete, profesor-estudiante, crítico-grupo dancístico, hombre-mujer. Y de esta desigualdad, de esta complejidad y frágil riqueza hay que hacerse cargo para potenciar todo lo que de civilizatorio tiene la danza. 



    Si señalo lo anterior es porque me parece que todavía es tarea pendiente para un número considerable de hacedores de la danza asumir cabalmente las implicaciones ético-políticas de nuestra práctica. Implicaciones liberadoras, enriquecedoras de la experiencia, necesarias e ineludibles en una sociedad tan despiadadamente patriarcal como la nuestra. Paradigma autoritario que sojuzga de manera desigual pero incluyente a mujeres y hombres. A nadie hace libre el patriarcado.



    Me parece que los hacedores de la danza de nuestro país podemos aportar la necesaria fineza de trato en el terreno de la micropolítica que nuestro arte nos demanda a los esfuerzos colectivos por construir una sociedad justa. Hay que tomarse en serio eso de que la que danza es un escándalo para el pensamiento autoritario. Hay que tomarse en serio lo que significa danzar en un país gobernado por la derecha clerical enemiga, entre otros, de los derechos corporales del ciudadano y la ciudadana. Y también hay que tomarse en serio el negarse a la aparente fatalidad de la cosificación capitalista, en cualquiera de sus vertientes: la de la violencia legitimada del capital “decente”, la de la violencia ilegítima y brutal del capitalismo delincuencial. Claro está que no son lo mismo, pero sí comparten un esencial desdén por la sacralidad de la persona. Y la danza nos recuerda que toda persona –irremediable y venturosamente encarnada- es sagrada, es decir, que posee una dignidad original de la que debemos hacernos responsables.        



    Recuerdo a los jóvenes bailarines y coreógrafos de diversas ciudades de nuestro país con los que compartí el Seminario Nacional de Composición Coreográfica (que se realizó en la Ciudad de México en noviembre-diciembre del 2010), recuerdo también a los maestros y estudiantes de danza que participaron del Ciclo de Coreógrafos a finales del año pasado, y rememoro también a mis compañeros y compañeras del campo y me lleno de esperanza: por su calidad y calidez humana, por su comprometida y propositiva audacia artística, por su disposición a escuchar, por su alegría y sus muchísimas preguntas y elaboraciones. Me digo, sobre todo, si estos jóvenes son tan luminosos es porque ha habido un esfuerzo social para propiciar y acompañar su decisión de construirse transparentes y comprometidos. Esfuerzo del que forman parte sus profesores – en su mayoría bailarines y coreógrafos que iniciaron su vida profesional hace treinta años y que fueron herederos de los fundadores-. Me digo, hay una sociedad mexicana que se quiere digna, feliz, no avasallada. Es con la comunidad con la que deseo bailar. Es la que deseo ayudar a construir, es por la que estoy aquí compartiendo estas apresuradas palabras.



   







 













Bibliografía



Aucouturier Bernard, Los fantasmas de la acción y la práctica psicomotriz, Editorial GRÁO, Barcelona 2004



Buber Martin, Yo y tú, Nueva Visión, Buenos Aires 1977



Dussel Enrique, Ética de la liberación, Trotta Madrid 2002



Dussel Enrique, Filosofía de la liberación, AFYL, México 1989



Levinas Emanuel, La huella del otro, Taurus, México 1999



Onfray Michel, La escultura de sí, por una moral estética, Errata Naturae y Universidad Autónoma de Madrid, Madrid 2009



Sánchez Meca Diego, Martin Buber, Herder, Barcelona 1984



Weil Simone, La fuente griega, Jus, México 1990   

domingo, 26 de febrero de 2012

Cartas del vino tinto para la vino blanco (Ketzali)

I

Para responderte en qué lugar me encuentro tengo que hablarte de las miradas de mi padre y mi madre. Esta entrada ya es una manera de ir contestando: me hallo en un momento de recuentos y destilaciones, de confrontación con la segura muerte, de definiciones de lo que “amo y defiendo”, de arraigo en lo que me es amado e irrenunciable y que de muchas maneras tiene su cifra –su origen, más bien- en esas formas de mirar. Mi padre, ojos de inteligencia cargada de ternura, mi madre, ojos de inteligencia que construye el azoro. En los dos, una inmensa capacidad de vivir la voluntad como miríadas cotidianas de generoso tacto. Amor donándose como ampliaciones de posibilidades de experiencia para sus –nosotros- vástagos. Voluntades de nombrar, entender, mejorar, compartir. Entre los dos edificaron una casa que siempre fue una suerte de “morada de todos”. Casa donde corrieron niños y niñas con sus juegos, el viento, los gritos, las músicas, la literatura, la escena, la política, los gatos y perros adoptados y los y las adolescentes con su audacia, su injusticia, su obscenidad y su ternura. Casa también de encuentros y desencuentros del afecto, porque, a veces, ese jardín, se pobló de pedruscos astillados. Pero, básicamente, casa de la piedad, la discusión, el ágape, y, muy importante, lugar para el debate con los prejuicios. Padre, madre, hermana, hermano, mi persona, “imprudentes” e “insensatos”, cargados de delirios y de exigencias éticas. De ahí, esa extraña mixtura que a unos les parece rigidez y a otros locura. Rebeldía etizada. Incendio del imperativo de la congruencia. Beligerancia ineludible con el cinismo y sus razones de acomodo. Hillesumianos. Spinozianos. Weilianos. Sobrevivientes del -¿o la?- jerem. Difíciles pero inmensa e irrebatiblemente tiernos. Los míos: de ahí provengo, ese es mi humus, a esa estirpe de marinos pertenezco. Lo celebro.

domingo, 22 de enero de 2012

Sobre la fotografía

De nuevo quiero hacer fotos. Quizá esto se deba a que deseo reunir –ahondar- las maneras con las que escucho y enuncio el mundo. La fotografía es para mí una de las formas del amor, en el sentido de que se ocupa del elogio de la particularidad. La creación es buena y la fotografía se ocupa de inventariar –para la memoria, a través del “esto ha sido” y del “esto es”- la maravilla de la diversidad del mundo.

    Y dentro de ese maravillarse que la maravilla del mundo suscita, se me impone –para qué negarlo- la presencia femenina. Hace poco, en una reunión en el CICO, un joven me preguntó sobre cuál experiencia había marcado profundamente mi vida. Le dije, sin pensarlo, porque así se me vino al corazón, la memoria, el afecto y el cuerpo, que fue la primera vez que recorrí -de los cabellos a los dedos de los pies- la persona desnuda de la mujer que amaba. Maravilla del tacto que se sorprende y embelesa en el conocer una persona: una historia particular, insustituible, un cuerpo que es todo rostro, una corporeidad que es toda voz.

    Si esto es verdad, tengo que escuchar la canción particular de cada mujer querida que retrate.

    Mirada que se convierta en oído de la particularidad.

    Mirada sostenida por una epokhé (suspensión de los juicios, de los preconceptos ) para que la singularidad de la persona retratada esplenda.  

    La foto que más amo es la de un artista suizo –en este momento no recuerdo su nombre- en la que un niño sordomudo percibe embelesado las vibraciones de un tambor que sostiene pegado a su rostro.

    Me gustaría que mi manera de mirar fuera esa piel que escucha conmovida las canciones del mundo, las canciones de las personas, las melodías de las mujeres que me punzan (Barthes dixit), que me hacen advenir lo mejor de mi cuidado.

   Que así fotografíe.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Andrea

Brisa

         infanta

  que

              interroga

                al

                                    mar...

lunes, 12 de diciembre de 2011

Marion Naccache filma en Coney Island

Marion Naccache filma en Coney Island



Marion Naccache es una mujer gentil.

Su gentileza no es un adorno de superficial cordialidad, no es  un gesto del común y domesticado buen trato.

Su fineza es una aventura osada de servicio, una ascesis moral para que la vida de los otros esplenda.

Porque Marion cree que los otros importan, que las vidas todas están cargadas de dignidad y de belleza.

Asume que los actos de los otros importan, por más nimios que su textura cotidiana los presente.

Nimiedad: belleza chispeante de la vida a ras de tierra.

Marion Naccache es una cineasta.

Es una artista habitada por la necesidad de mirar, una joven retada por el llamado de testimoniar con las imágenes la dignidad originaria de hombres y mujeres.

Hombres y mujeres que parecen no percatarse de su dulce y poderosa chispa primera.

Hombres y mujeres inconsciente, e irrenunciablemente, plenos de una dignidad que se dice sin estridencias, pero que suena fuerte.

Vidas de aquellas y aquellos, que aun dueños de nombre propio, son anónimos.

Marion es una cineasta que para mirar escucha y que para mejor oír, cortésmente, se adelgaza.

Se desocupa a sí misma para que los otros extiendan las danzas cotidianas de sus actos.

La imagino arribando al sitio al que la conduce su empatía –al humano y cotidiano teatro del mundo- cargando cuidadosa su tripié, su cámara, su amabilidad y su oído.

La imagino aposentar su presencia de testigo en la disciplina de la no irrupción. A fuerza de cortés su mirada no disturba, acompaña.  

¿Será que para testimoniar Marion se queda sin peso y se torna invisible?

Marion: el ojo que escucha, el oído que mira, la piel que vibra con la disposición a la empatía.

La imagino encuadrando con paciencia, obstinada en la consecución de un plano equilibrado y amplio –una toma general- que le permita captar el despliegue vital de sus protagonistas.

Porque a Marion la conmueven las danzas de los elementales actos cotidianos.

Esos que en su aparente inmediatez abren ventanas y puertas en la densidad apretada de la indiferencia.

Marion está incapacitada para la indiferencia.

Ella busca captar los actos humanos en un marco visual definido y sosegado.

Se afana en una demarcación respetuosa, que en tanto que elegante, revele la belleza de las acciones simples de los ciudadanos anónimos.

Su mirada nos enuncia dignificando.

Marion cineasta se hace un oído en el que resuenan las espirales en despliegue de los actos.

Despliegue: lienzo extendido de las existencias particulares en el océano del espacio.

Espacio: territorio pasional de los encuentros y sus avatares.

Sus protagonistas: niños, niñas, muchachas, muchachos, señores, señoras, ancianas y ancianos ocupados en pulir la piedra elemental de su alegría.

Días de asueto en Coney Island.

Retorno a las experiencias de las acciones y las energías primeras: saltar, girar, abismarse. Delirio del chisporrotear de la energía magnificado por la catapulta de las máquinas.

Coney Island y los “juegos”. Los juegos: intensificada sabiduría corporal de la infancia.

Infancia: compromiso elemental, indubitable, con la alegría porque para sonreír –aunque lloremos- hemos nacido.

La risa es el bullicio del ser (lo que en las noches silenciosas Levinas escuchaba), el marco de todas las acciones, la caja de resonancias de la guitarra de los días.

Marion Naccache captura en volumen alto el bullicio sonriente de los actos: gritos, canciones, pasos sobre los entarimados, sonrisas, estridencias, susurros, quizá quejas.

Bullicio de los ciudadanos a su infancia de juegos transportados.

El ruido: río continuo del escándalo humano.

Nosotros: los animales solitarios que sólo muertos se callan.

Por eso, en la noche, sin la humana savia sonora, los juegos de Coney Island se yerguen como un bosque cristalizado de tristeza.

Escándalo: los ciudadanos juegan.

La dicha: laberinto plateado de la risa pero no de la ingenuidad.

Porque esos ciudadanos infantes, sonrientes y quizá inocentes, son capaces de crueldad.

Marion retrata a un niño y a un hombre maduro que responden a la invitación de “disparar sobre blancos humanos”.

Juego “inocente” de la “simple” violencia: impensado aventurarse en la inclinación al mal.

Dilema fundacional en el paraíso urbano de Coney Island: dañar o procurar.

Marion Naccache no caza, no hiere. Ella escucha, testimonia, ha elegido imposibilitarse para dañar.

Marion cineasta da cuenta de la bondad de la melodía primera. La que nos canta, y entonamos, aunque la ignoremos.

¿Será que Marion escucha con la mirada de su corazón?



                                                                                                Río de Janeiro-México