domingo, 29 de agosto de 2010

Tengo trece años (del posible libro "Cuaderno de las bendiciones")

A Laura

Tengo trece años y me estoy muriendo. Confinado a mi cama, en la que permaneceré dos o tres meses, sostengo mi ánimo con aquella actividad que ha fundado mi gozo desde que era un niño: la lectura. Acostado, leo y observo cómo se me hurtan los actos y los encuentros cotidianos –tengo una novia que decide mejor encariñarse con mi hermano, no puedo sentir la excitación, que tanto disfruto, de la corporeidad ejercitándose, y no me es posible conversar con Blanca, la muchacha serena cuyo rostro me recuerda a una de las gracias de Boticelli, y que meses después será mi nueva novia –.


Tengo trece años y me estoy muriendo, y leo novelas, revistas y, sobre todo, el volumen dedicado a los griegos de una enciclopedia rusa de filosofía que me ha regalado mi padre. Lectura para la que investigo diversas posturas que me permitan no fatigar los riñones, porque tengo una infección renal severa que me tiene al borde de la diálisis. Veo películas en la televisión durante las madrugadas de los sábados –RTC, Cine de Arte y su difusión de películas checas, húngaras, rusas y polacas, que quedan para siempre grabadas en mi imaginario plástico, afectivo y erótico-, y leo y pienso y pienso y pienso, e imagino y pienso y pienso y pienso y me esfuerzo en la disciplina –la dieta- y la paciencia –cuándo se irá la fiebre, cuándo dejaré de orinar sangre, cuándo me podré bañar- y pienso y pienso y pienso y pienso…

Tengo trece años y los misterios de la finitud y del amor me rodean, me anegan, me liberan, porque mi familia y algunos buenos amigos que vencen el temor de confrontarse con la posibilidad de la muerte, me regalan la amable hoguera de la conversación y del respeto. Todavía me sorprende y agradezco, por ejemplo, la atenta tenacidad de mi madre que tiene una honda fe cristiana que se cumple siempre en acciones de la vida práctica. Su fe es realista, pública, eficaz (y entonces no descuida las comidas sin sal, ni servirme yogurt, ni los horarios estrictos de las medicinas), mientras que la de mi padre es una fe púdica, como si en los varones fuese debilidad el diálogo azorante con la incertidumbre. Años más tarde, algunas semanas después de su muerte, encontré en medio de un libro una suerte de carta que se escribió a sí mismo para contarse las conmociones éticas y religiosas que le produjo mi enfermedad: libre pensador no sabía cómo pedir y cómo orar, y si le era lícito pedir y orar; resolvió el dilema, trascendiendo sus prejuicios, orando y pidiendo fuera del marco de cualquier iglesia, en el ámbito silencioso e íntimo de su conciencia. También se lo agradezco.

Yo también rezaba, esperanzada y silenciosamente, antes de dormir. Le decía yo a D’os que sí, que sí me gustaría vivir, que me gustaba vivir, que si no despertaba (porque me imaginaba el hecho de dormir como una privilegiada vía de acceso a la muerte, sobre todo después de un sueño en el que me sumergí en una oscuridad paradójica, densa, lisa, apretada y leve, hecha de una sombra purísima, al propio tiempo ligera e impenetrable para la vista), pues, que ni modo, pero que preferiría despertar y continuar viviendo. La alegría de amanecer, de continuar, me hacía celebrar, con chistes y con bromas hechas a mis padres y a mis hermanos, que era también una forma de acariciarlos, la apertura de ese día más anclado a la cama, a la enfermedad, a la paciencia, pero también a la imaginación y a la voluntad de sanar.

De esta experiencia me ha quedado un mapa vital bizarro en el que se anudan la certeza del amor (amé y fui amado), la conciencia de la finitud y su escritura de la condición encarnada, el respeto al misterio, la sonrisa luminosa de la fragilidad, y la voluntad de abrirle caminos a todas las labores del tacto (escribió Else Lasker Schüler: Vamos a reconciliarnos durante la noche/ Si nos acariciamos, no morimos {Lasker, 2001: 41 p.}).

También, claro está, de la enfermedad me ha quedado la sensación de ser un permanente espectador, de habitar privilegiada y atribuladamente la condición de desfasado, alguien que siempre quiere entrar en la acción pero se queda infructuosamente en la otra orilla, y un conjunto de hábitos neuróticos como el de la prisa permanente y el de la elusión del descanso.

Pero, sobre todo, lo que aprendí nítidamente es que la vida no quiere morirse antes de la muerte, que el ser humano es un cuerpo y una afectividad y una inteligencia enamoradas, dialogantes, y que es inmoral negarle al otro el disfrute amplio de la bondad de la creación.

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