Oficio de tinieblas, la
medianía. Siembra granos de ceniza en el más feraz de los cultivos. La sombra
es su producto, constreñida floración de lo que se regó con vinagre: fruto en
cardo devenido. Con Marusa, amar fue el saboteado jardín de las pasiones
tristes. Marusa le decía “No me imagino haciendo el amor contigo” mientras se
aposentaba en la extensión de sus abrazos. “No quiero un vínculo sexual entre
nosotros”, murmuraba, al propio tiempo que el manar de su entrepierna perfumaba
la mano viajera de su amigo. “No acaricies mis nalgas”, le pedía mientras se
arropaba feliz entre las sábanas. “No beses mis pezones” que se erguían rosados
y elusivos. “No me mires cuando me desvisto”, “quiero dormir, estrictamente
dormir junto a tu lado, en tu cama”. “Te beso en los labios pero como amiga” “Si alguna vez hago el amor contigo será
porque me excito mucho al final de mi período”. Marusa, la Venus de las Hieles.
K., el enfermo de esperanza, atrapado su amor y su deseo en la irresoluble
ecuación de la aporía. Alguna vez, los Andes les regalaron una noche de
piscinas termales en medio de una helada oscuridad en la montaña. Desnudos,
frente a frente, separados por un borde del que apenas sobresalían los rostros,
K. le pidió un beso que honrara el silencio y la soledad que sus amigos
cómplices les obsequiaban. Pero Marusa repitió el “no”. El “no” con el que
siempre tributó su poderío. Dueña de la balanza desigual en la que se enredaron
con la nada. ¿Triunfo de quién? La Muerte tuvo permiso. Victoria de la sal y la
mortaja.
jueves, 24 de mayo de 2012
A V., querida V.
V
Quería ser un puto. Puto
heterosexual, dulce y combativo. Si a las mujeres dueñas de la propia
enunciación de su corporeidad se les llama “putas”, él deseaba ser un puto
cabal. Dueño de sí, de su cuerpo y sus múltiples palabras. De su falo sí, pero
también de la piel que gime, a veces, por caricias, de su tacto que bien sabe
conocer y descifrar, pero también de su cuerpo pergamino ofrecido a la lectura
de otras manos, de su saber invitar a la alegría en el afuera y el adentro de
sus compañeras, pero también de su propias extensiones y oquedades. Persona
corporal cabal, como aprendió con la primera mujer con la que hizo el amor, la
tierna e incendiaria V. Lustros después todavía recuerda agradecido su audacia
sonriente y decidida. “Ojo por ojo, diente por diente y orgasmo por orgasmo”
era su juguetona pero irrevocable consigna. Y sí, ella cultivaba la equidad del
goce con minucia de sabia. Se recorrieron palma a palmo con obstinación
topográfica. Se besaron y olieron lo santo y lo profano. Se masturbaron y
penetraron en canon y al unísono. Se regalaron chupetes que los acompañaban
debajo de las ropas. Se fotografiaron desnudos en habitaciones de calmadas
luces cálidas y en ámbitos de súbito apropiados. Magreáronse con furia delicada
–tiernos gatos-. Escribiéronse cartas y poemas. Compartieron lecturas y la
música. Y jugaron, con ahínco, jugaron, cosas como ingenuas travesuras: se
desvestía ella para sus ojos, lenta y ritual, ceremoniosa, en la casa familiar justo
al lado de la puerta abierta de su cuarto, peligrosamente próxima al deambular
de hermanas y hermanos suspicaces, para invitarlo luego, ya desnuda, a lamer el
sabroso corazón que pulsaba entre sus piernas; o él, también desnudo, momentos antes
de bañarse, cruzaba presuroso el patio de su vieja casa, con cuidado de eludir
a los parientes, hasta allegarse quedo a la habitación donde ella lo aguardaba para
entregarle el saludo de su miembro enhiesto que ella acogía con el abrazo
perfecto de sus labios. Ojo por ojo, diente por diente, de aquellos empeñosos
polimorfos…
Con ella descubrió también
cómo la piel se transmuta en luz sonriente en el rostro feliz de quien se “viene”:
alquimia del orgasmo. Penetrarla y admirar en su semblante cómo el gozo le
enciende el ramaje mercurial de la alegría.
“Venirse”, apenas alusión a esa felicidad de arribar y de perderse –¿quién
puede decir su nombre en ese abismo?- en la plenitud impronunciable de una sima
que es también, quién no lo sabe, cenit inabarcable. Advenir-se, llegar a sí, al
propio rostro, para extraviarse. ¡Qué privilegio testimoniar ese su vuelo: la
cara feliz de su delicia! Memoria de su piel y de sus ojos navegando un efímero
infinito.
V. siempre querida.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)