viernes, 15 de abril de 2011

Conversarpensar (texto para la red sudamericana de danza)

Conversarpensar
Me recuerdo llegando a un viejo palacete en el centro de Montevideo, encontrando a un grupo de obstinados y locos magníficos, que se convertirían, al correr de muy poco tiempo, en queridísimos, e insustituibles, amigos y amigas. Era la reunión de la red sudamericana de danza del año 2005, a la que llegué casi por azar, merced a la rápida y precisa invitación que Tamara Cubas me hizo en Buenos Aires. Esa reunión puso el énfasis en la presentación de nuestras respectivas circunstancias dancísticas nacionales -vale decir, nos presentamos-, y, de esta forma, fuimos desplegando el mapa de nuestras coincidencias y distancias, pero sobre todo, fuimos deshovillando nuestra voluntad común de construir ese variado y rico sujeto colectivo que es la red.
   Llegaba yo de México, mi geográficamente norteño país, que cabe casi todo él en la noción geopolítica de sur (Boaventura dixit: los que construyen su independencia y dignidad a partir de la situación adversa creada por el capitalismo y la colonización). “De aquí soy…”, pensé cuando escuché a los y las compañeras de Centroamérica, el Caribe y Sudamérica, recurriendo a esa expresión mexicana que devela un arraigo, un reconocimiento y la voluntad de afincar. Sí, de aquí soy, de esta ciudadanía colectiva y venturosamente multiforme, que se construye en las acciones coincidentes del día a día, porque “la red” no es una estructura cerrada y fija, sino un hacerse cotidiano, el “plano de consistencia de lo real” (Deleuze dixit) que resulta de la voluntad y el esfuerzo de producir la coincidencia. Coincidencia que no es edulcorada y pacífica pasividad –supresión del hueco, de la diferencia, del desacuerdo factible- sino territorio de conversación, de diálogo, de asunción de la palabra y de la escucha. Conversación arraigada en la asunción de nuestra común condición sureña. Diálogos nacidos del posicionamiento en un lugar ético-político de enunciación: el sur.   
     Los empeños de la red, es decir, nuestros empeños, forman parte de ese esfuerzo colectivo de los diversos sures por lograr su propia poiésis, por conseguir su autonomía de enunciación. Si, como nos enseña Enrique Dussel, elemento central de la dominación colonial es la división entre centro y periferia, escisión jerarquizante a partir de la cual hemos construido, y nos han construido, una representación y una experiencia de nuestra propia realidad como ónticamente deficitaria (siempre subsidiaria, adjetiva, prescindible, ecoica, de segunda instancia, no protagónica, dependiente de la realidad primera, valiosa, metropolitana), una tarea política fundamental es la de conseguir la asunción de la propia centralidad.  Y nombrarnos, y construir la “red sudamericana”, es una manera de avanzar en este sentido. Porque no se trata de trascender la condición periférica por la vía mágica del voluntarismo (a partir de hoy, amanecimos no periféricos, tocados por la gracia de la centralidad), sino de producirla con acciones subjetivas y objetivas en devenir empeñoso. En este sentido, la red, en tanto que acción, es la constitución permanente de una comunidad de ciudadanos de la danza sudamericana que se enuncian a sí mismos de manera diversa, democrática, compleja y contradictoria.
     ¿Y la red es un sujeto colectivo en autopoiésis o una comunidad identitaria de ciudadanos diversos de la danza de la América Nuestra? Ambas cosas. Lo central, a mi juicio, es que no se trata de una estructura cerrada, de energías y perfil constantes, sino lo que resulta de múltiples esfuerzos, a veces atribulantes, pero esencialmente gozosos. Placer nacido de los encuentros (el mutuo reconocimiento) y de la tarea liberadora –empoderadora- del enunciar(se).  Enunciar, enunciarse, es ganar(se) y ejercer el derecho político -en tanto que autoproducción como sujeto que se adueña de sí- a interpretar y producir una realidad desde la propia y asumida centralidad. Nominar(se) es dignificar(se), acciones que suponen, para concretarse de una manera cabal y luminosa, de la aventura comprometida de la escucha. Y escuchar es reconocer, sin asomo de duda, la dignidad fundacional del otro. Integridad ante integridad, rostro frente a rostro.
     Este desplazamiento de la periferia a la centralidad nos ofrece alegría, pero no comodidad, porque ese sujeto colectivo que somos es contradictorio y complejo y si bien compartimos una similar historia, también nos escriben relatos específicos, cuyos desencuentros y debates, muchas veces, formulamos en términos de conceptualizaciones determinadas por la colonización y sus procedimientos de invisibilización, a los que muchas veces resistimos con la estrategia de quien se enrosca en su madriguera (la estrategia de los personajes protagónicos de Kafka, según Deleuze y Guattari). Recuerdo, por ejemplo, el debate que se dio en Diálogos-México, en torno al carácter “atrasado” de la danza contemporánea mexicana y la actitud de resistencia endógena que asumió la mayoría de los coreógrafos mexicanos.  Ahora me parece claro que nuestros colegas sudamericanos advirtieron muy atinadamente las matrices modernas de nuestra danza escénica y sus límites, pero la leyeron bajo una perspectiva evolutiva y lineal de la historia de la danza occidental, sin percatarse del recorrido específico de nuestra danza que no ha seguido, y no tenía por qué hacerlo, el tránsito “natural”  y progresivo que va de lo moderno a lo contemporáneo, para terminar tocando la puerta de la posmodernidad prestigiada. Pero, por otro lado, los bailarines mexicanos nos obstinamos en los hábitos autorreferenciales de nuestra danza, sin abrirnos lo suficiente a nuevas problematizaciones. Fue el encuentro de dos paradigmas estéticos y conceptuales que magnificaron más sus cegueras que sus operaciones de inteligibilidad, en virtud de que entre sus portadores se reprodujo la desigual relación entre “vanguardista” y “atrasado”, “educador” y “discípulo rejego”, o entre “descortés” y pretendidamente “ofendido” (formulaciones heredadas y reproducidas de manera “natural”), que llevó a cada uno a refugiarse en sus respectivos narcisismos.
   Algo similar ha ocurrido cuando en los trabajos de la red se encuentran los saberes del hacer dancístico con los saberes conceptuales sobre la danza. De nuevo aparecen las fracturas, las falsas representaciones, las resistencias y las fisuras. No puede ser de otra manera, porque efectivamente habitamos situaciones de distribución desigual de las legitimidades enunciativas. Se trata de marcos que nos preexisten y a los que no debemos resignarnos. Construir relaciones democráticas implica reconocer estas circunstancias de inequidad que, aunque muchas veces existen más en el ámbito de las representaciones afectivas que en la facticidad “real”, no pueden soslayarse.
     Creo que en la red nos hemos hecho cargo de esta situación, nombrándola y buscando encuadres de relación –particularmente en los encuentros presenciales- que multipliquen los lugares de las voces, sin que su disposición en diferentes “peldaños” o “niveles” conduzca a una escucha jerarquizada. Mucho contribuye a esta escucha y enunciación democráticas, pero no niveladas por la vía de la homogeneización, el hecho de que discutimos sobre los proyectos en cuya construcción –desde su formulación en tanto que deseo, a su desbrozamiento conceptual y diseño de acciones para concretarlos- estamos involucrados. Se dialoga y debate para el proyecto, desde el proyecto, es su concreción lo que va tejiendo el hilado de los vínculos. Y como los proyectos nacen de nosotros y son asumidos en tanto que aventuras en colectividad, no nos son externos ni “abstractos”. De alguna manera, nadie puede ser el “dueño” del pensar, o el detentador de la “última palabra”, porque el proyecto siempre se está moviendo, desplazándonos desdiciéndonos, confirmándonos provisionalmente y demandándonos nuevas formulaciones y acciones.
     A lo dicho, quisiera agregar que esta tarea de lograr la propia centralidad también está incidiendo en nuestra concepción de la “dignidad epistemológica de la danza”. Es un goce experimentar cómo nos percibimos ya como un “lugar” legítimo de enunciación de saberes, prácticas compartibles y problematizaciones. A mi juicio, la danza es una intelección específica de los muchos mundos del mundo (es decir, una manera particular de dialogar con, y de interrogar y ser interrogado, por la incertidumbre). Intelección encarnada, al propio tiempo, afectiva-sensorial y conceptual. Y es desde este lugar que estamos contribuyendo a la poiésis social. La red, entre otras cosas, es una manera de participar en la poiésis colectiva desde la densidad de nuestra experiencia compleja y sureña. Dicho de manera quizá un tanto exaltada, creo que estamos asumiendo que nuestros paradigmas y experiencias pueden ser parte de los saberes emergentes que se articulen a las amplias epistemologías del sur: aportar al sur desde el sur de las artes.
     Sur de la América Nuestra que, además, no está, ni siquiera territorialmente, fija, sino en desplazamiento y en tareas de hilandera. Así como al principio rememoraba Montevideo en el 2005, ahora recuerdo las inteligencias, las miradas, las corporeidades de mis amigos y amigas del Caribe insular, con quienes me encontré en Martinica, que hablan en francés, creól e inglés. Escucho de nuevo sus problematizaciones, encuentros y debates, tan similares a los de la América Nuestra que habla en lenguas indígenas, portugués y español. Y me digo que la vale la pena tejer puentes y que sí, que conversarpensar es una acción política y, sobre todo, cursi que soy, un hecho de amor.

                                                                                                              Javier Contreras V.       

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