Lo sé: ante la muerte, toda palabra es pequeña, quizá irrelevante. Y ante la muerte injusta, la que es oficiada por la insoportable negrura de la agobiante banalidad del mal (en nuestro país, la cara "legal" y el rostro turbio de una misma lógica cosificadora, aquella a la que alude Simone Weil con el nombre de la fuerza: ese poder insufrible que torna piedra a la piel, porque pretende volver objeto a lo que es toda presencia y voz), lo que me queda es una enorme sensación de impotencia, debo decirlo, de orfandad. ¿Cómo es que el asesinato de un joven nos deja huérfanos...? Vivo rodeado de jóvenes y temo por ellos y me reprocho no poder heredarles un paisaje claro, transparnte, transitable... Javier Sicilia fue, es, mi maestro y no sé cómo allegarle consuelo. Me afirmo en la celebración de la bondad que encuentro en muchos jóvenes, en muchachas y muchachas de luz, preguntas y luz irreverentes. Me afirmo en la defensa de cda rostro. Del rostro de S., perfumado y juicioso.
A S.
Árbola amada.
Xilófono de luz.
Canción en
enramada
del mercurio.
Escala incandescente
de la risa.
Re
hi
le
te.
(Para Javier, con súbita e inexplicable esperanza, porque luchamos).
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