lunes, 12 de diciembre de 2011

Marion Naccache filma en Coney Island

Marion Naccache filma en Coney Island



Marion Naccache es una mujer gentil.

Su gentileza no es un adorno de superficial cordialidad, no es  un gesto del común y domesticado buen trato.

Su fineza es una aventura osada de servicio, una ascesis moral para que la vida de los otros esplenda.

Porque Marion cree que los otros importan, que las vidas todas están cargadas de dignidad y de belleza.

Asume que los actos de los otros importan, por más nimios que su textura cotidiana los presente.

Nimiedad: belleza chispeante de la vida a ras de tierra.

Marion Naccache es una cineasta.

Es una artista habitada por la necesidad de mirar, una joven retada por el llamado de testimoniar con las imágenes la dignidad originaria de hombres y mujeres.

Hombres y mujeres que parecen no percatarse de su dulce y poderosa chispa primera.

Hombres y mujeres inconsciente, e irrenunciablemente, plenos de una dignidad que se dice sin estridencias, pero que suena fuerte.

Vidas de aquellas y aquellos, que aun dueños de nombre propio, son anónimos.

Marion es una cineasta que para mirar escucha y que para mejor oír, cortésmente, se adelgaza.

Se desocupa a sí misma para que los otros extiendan las danzas cotidianas de sus actos.

La imagino arribando al sitio al que la conduce su empatía –al humano y cotidiano teatro del mundo- cargando cuidadosa su tripié, su cámara, su amabilidad y su oído.

La imagino aposentar su presencia de testigo en la disciplina de la no irrupción. A fuerza de cortés su mirada no disturba, acompaña.  

¿Será que para testimoniar Marion se queda sin peso y se torna invisible?

Marion: el ojo que escucha, el oído que mira, la piel que vibra con la disposición a la empatía.

La imagino encuadrando con paciencia, obstinada en la consecución de un plano equilibrado y amplio –una toma general- que le permita captar el despliegue vital de sus protagonistas.

Porque a Marion la conmueven las danzas de los elementales actos cotidianos.

Esos que en su aparente inmediatez abren ventanas y puertas en la densidad apretada de la indiferencia.

Marion está incapacitada para la indiferencia.

Ella busca captar los actos humanos en un marco visual definido y sosegado.

Se afana en una demarcación respetuosa, que en tanto que elegante, revele la belleza de las acciones simples de los ciudadanos anónimos.

Su mirada nos enuncia dignificando.

Marion cineasta se hace un oído en el que resuenan las espirales en despliegue de los actos.

Despliegue: lienzo extendido de las existencias particulares en el océano del espacio.

Espacio: territorio pasional de los encuentros y sus avatares.

Sus protagonistas: niños, niñas, muchachas, muchachos, señores, señoras, ancianas y ancianos ocupados en pulir la piedra elemental de su alegría.

Días de asueto en Coney Island.

Retorno a las experiencias de las acciones y las energías primeras: saltar, girar, abismarse. Delirio del chisporrotear de la energía magnificado por la catapulta de las máquinas.

Coney Island y los “juegos”. Los juegos: intensificada sabiduría corporal de la infancia.

Infancia: compromiso elemental, indubitable, con la alegría porque para sonreír –aunque lloremos- hemos nacido.

La risa es el bullicio del ser (lo que en las noches silenciosas Levinas escuchaba), el marco de todas las acciones, la caja de resonancias de la guitarra de los días.

Marion Naccache captura en volumen alto el bullicio sonriente de los actos: gritos, canciones, pasos sobre los entarimados, sonrisas, estridencias, susurros, quizá quejas.

Bullicio de los ciudadanos a su infancia de juegos transportados.

El ruido: río continuo del escándalo humano.

Nosotros: los animales solitarios que sólo muertos se callan.

Por eso, en la noche, sin la humana savia sonora, los juegos de Coney Island se yerguen como un bosque cristalizado de tristeza.

Escándalo: los ciudadanos juegan.

La dicha: laberinto plateado de la risa pero no de la ingenuidad.

Porque esos ciudadanos infantes, sonrientes y quizá inocentes, son capaces de crueldad.

Marion retrata a un niño y a un hombre maduro que responden a la invitación de “disparar sobre blancos humanos”.

Juego “inocente” de la “simple” violencia: impensado aventurarse en la inclinación al mal.

Dilema fundacional en el paraíso urbano de Coney Island: dañar o procurar.

Marion Naccache no caza, no hiere. Ella escucha, testimonia, ha elegido imposibilitarse para dañar.

Marion cineasta da cuenta de la bondad de la melodía primera. La que nos canta, y entonamos, aunque la ignoremos.

¿Será que Marion escucha con la mirada de su corazón?



                                                                                                Río de Janeiro-México 








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