domingo, 20 de noviembre de 2011

En México, D.F.

(Apenas concluido, releeo el texto anterior –En Lima- y me mal sorprendo: ¿esa insistencia en mi fineza de trato hacia Laura no quiere ocultar la violencia que significa hacer público lo privado? ¿más allá de todas las razones de la ética y la micropolítica no se esconden racionalizaciones, es decir, ficciones conceptualizadas? Le pido una disculpa y me demando escribir un texto sobre las mezquindades o errores o angustias que me constan: las propias. Y luego de haber escrito este nuevo texto, cerraré el ciclo. Un año de lamentos conceptualizados es bastante. Le deseo toda la felicidad que su persona valiosa merece. Me deseo también inteligencia y felicidad).

¿Pero, Javier Contreras Villaseñor, qué es lo que se te oculta detrás de tanto dolor y tanto énfasis puesto en el asunto de la ética en el caso de la ruptura con Laura? Ya te lo has comenzado a decir en otros textos: ¿la sobreimportancia de lo micropolítico –más allá de su obvia relevancia- no está en razón directamente proporcional a tu abandono de la vida militante? ¿no te exiges, y le exigiste, una puntillosa congruencia en función de tus sentimientos de culpa nacidos de tu habitar casi exclusivo en el territorio de la micropolítica? Te pesa tu país, su miríada de injusticias y ruindades, y te sientes rebasado, dolorosamente rebasado. Urdimbre sentimental-ético-política que te hace dudar acerca de la pertinencia de tu empeño casi exclusivo en la vida “civil”. ¿Cómo tejer el puente entre la vida cotidiana y la política? Se te aparece Ágnes Heller como hada madrina y de sus textos extraes una joya preciosa: la apuesta ética personal es el compromiso que establecemos entre nuestro sujeto irreductiblemente específico y la humanidad que deseamos. La congruencia ética es entonces una manera de participar de la poiésis social. ¿Y en esta apuesta ética el territorio de lo amoroso no es el de los retos más finos, atendibles, en la medida en que entreteje lo pasional y la inteligencia, la demanda y la escucha, la voluntad y la fragilidad, jugados ante el misterio inabarcable de una otredad que nos invita? Exigirse congruencia amorosa para colaborar en la construcción del mundo erotizado que precisamos y soñamos (como se ve, Marcuse también viene en mi auxilio) ¡qué maravilla! Digamos, hacer de la vida un ejercicio político de una suerte de trovar amoroso feministizado, porque para habitarlo me esforzaba (y empeño) en asumir las consecuencias de la crítica feminista a las construcciones de género. Quise, quiero, ser un varón capaz de una virilidad no patriarcal y poliamorosa. Porque también estaba –está- la cuestión de comprometerse con una ética erótica abierta a la complejidad de los muchos amores y los muchos deseos realmente existentes. Me sé capaz de amar a más de una persona a la vez (no digo que de la misma forma o que no existan diferenciados niveles de implicación o diversos tiempos y espacios o que no quiera elegir quedarme en un solo amor o que no haya amado exclusivamente a una sola pareja) y no voy a negarle a nadie ésta que me parece es una de las maneras inevitables de la manifestación de la vida afectiva. Lo que me exijo, y solicito, es la transparencia: la asunción de la palabra como compromiso de claridad ante el otro. Porque si no es así, no siento que estoy con una otra, en un vínculo que suponga cultivo común del tiempo y de la axiología, del mutuo cuidado, sino en un ejercicio individualista de usos e intercambios vividos en la  cómoda “discreción” del silencio. ¿Y en qué se diferencia este silencio de la doble moral clasemediera? Por eso en este punto –y no sólo en éste, aunque en otros muchos concuerdo- discrepo de Onfray: ¿para qué tanta reivindicación anarquista nietzscheana de las razones y virtudes del cuerpo si ante el otro vamos a permanecer en los terrenos de la confortabilidad burguesa? “Vivamos fluidamente pero sin hacernos olas”, no me apetece. Mejor, vivámonos complejamente haciéndonos cargo de las problemáticas, riquezas y retos de los sujetos que se relacionan cara a cara: amar como fina tarea civilizatoria (recuerdo a Anne Tristán).

    En este entramado arraigó mi manera de amar a Laura, de ahí provinieron sus virtudes, sus cuidados, su extremado respeto (a sus tiempos, sus miedos, su sinuoso erotismo, sus idas y retornos, sus amores y pasiones fundamentales, sus silencios y elusiones, sus negaciones y sus vagarosas asunciones, su colocarme en el terreno de sus vínculos ancilares), pero también de ahí derivaron los principales defectos de mi trato sentimental. ¿Porque cómo se puede vivir una historia de amor que ha sido colocada en el ámbito de las tareas político-filosóficas? ¿No estaba, de entrada, demasiado cargada de imperativos? ¿Y no, en “mi buena onda” había algo de acechante en virtud de que tanta comprensión y respeto esperaban “ganar” su amor y pretendían cerrarle el paso a su desamor franco? ¿No circulaba en mi esfuerzo una suerte de lógica de inversión –“tanto pongo, tanto recibo”-? Inversión amable y cuidadosa, pero inversión al fin. ¿No estaba yo queriendo comprometer su libertad? Más allá de si hubo un manejo ambiguo o no de la situación por parte de Laura –lo hubo, pero en esto ella fue clara desde el principio, fui yo quien se enganchó-, el caso es que terminó por imponérsele la necesidad de definir como no amorosa nuestra relación. Más allá de si el miedo erosionó su posible amor por mí, lo definitorio es que quiso marcharse, y se marchó, para construir una historia de pareja nítidamente comprometida con su bailarín ecuatoriano, Gerardo (si pongo los nombres es para testimoniar aceptación de los hechos, no quise continuar el juego devaluatorio, en el terreno de la enunciación, en el que había caído: primero, no nombraba a Gerardo, luego lo llamaba con denominaciones groseras -“el intelectual esmeraldeño”, “el sabio de la bachata” – en los que viajaban mi mezquindad, mi ira, mi dolor y mis prejuicios). Y ante esta su necesidad yo le planteaba –me planteaba en realidad, para no perderla- les exquisiteces del poliamor: “si lo amas está bien, puedo asumirlo en el marco de nuestro acuerdo”. Pero no era su acuerdo. En realidad, lo que acordó conmigo fue que pudiera entrar y salir de nuestra amistad-amor en el sentido que le conviniese y yo lo acepté (no por no formulado, fue menos contundente esta suerte de contrato). Mucho me dice de la condición de mi autoestima en aquel momento y me permite sacar una conclusión: no es bueno amar desde la desesperación.

    En fin…que lo dicho no implica una renuncia a la ética de la complejidad amorosa en la que me empeño (esta escritura de un año tiene que ver con eso), pero sí una necesidad de jugarla de cara a las anfractuosidades y delicias de la vida real –quiera decir eso lo que quiera decir- más que a las llamaradas del imperativo categórico.
    Suerte para Laura y sus amores. Suerte para mí y mis amoras. Concluyo este ciclo –luego de leer a Roth en una novela en la que hace referencias constantes al buen Chéjov- instalado crítica pero luminosamente en los paisajes de la apertura a la comprensión. Chejovianemente triste, ¿chejovianemente lúcido? Arciprestamente feliz. Abrazo y beso para Laura. Zdrazbuitié darógaia maiá!

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