jueves, 15 de marzo de 2012

Las preguntas de la piel: e valor de la danza y de la fragilidad en el mundo agreste.

Las preguntas de la piel: el valor de la danza y de la fragilidad en el mundo agreste

                                                                                                     Javier Contreras V.

Hace unos días, en una reunión con estudiantes y profesores del Centro de Investigación Coreográfica de la Ciudad de México, un joven me preguntó sobre cuál había sido una de las experiencias que habían marcado mi vida. Le contesté, con algo de rubor, pero sin dudas, que fue el primer recorrido que hice –azorado, sorprendido, embelesado- de la persona desnuda de mi novia preparatoriana. Fue el primer encuentro con los vastos paisajes de una piel otra transitados con cuidado minucioso por mi propio tacto. Rememoro y me estremezco ante tanta ternura y tanto asombro. Me caen bien esos jóvenes que fuimos que se hurgaron mutuamente con delicioso cuidado. Tacto, cuidado, atención, escucha, porque la piel sin resguardo es una invitación a hacerse cargo de una fragilidad que se nos confía o que compartimos confiados.

    Recuerdo a los filósofos Emanuel Levinas y Enrique Dussel, a quienes seguramente simplifico de manera abusiva, que nos hablan de las consecuencias políticas del hecho de que la irrupción del otro en nuestra geografía vital se nos convierte en una ineludible demanda, en un llamado al compromiso ético básico: el de no permitirse nunca la indiferencia.  “Aquí estoy”, “reconóceme”, “hazte cargo”, palabras llamado del uno al otro y del otro al uno, en la medida en que esta afectación inevitable es de ida y vuelta, porque nuestras personas son, para recordar también a Martin Buber, una estructura relacional binaria: yo-tú. Nunca, en realidad, estamos solos, porque estamos siempre siendo constituidos con, junto a, frente de y por un otro.

    Bernard Aucouturier nos dice que este sostén constituyente de nosotros por el otro nos deja sus huellas afectivo-corporales desde la más originaria infancia, en el momento mismo en que un otro –otra- nos arropa y mece, aun antes de que nuestra persona se conciba a sí misma como sujeto independiente. Toda la vida nos acompañan esas huellas del otro, en la imaginación, las acciones y el deseo. En cierto sentido, antes del yo, y perdonen las redundancias, está el otro. Cito un poema que Aucouturier pone como epígrafe de su libro “Los fantasmas de acción y la práctica psicomotriz” y que bien enuncia lo que voy borroneando: “Si nadie, nunca,/ nos hubiera tocado,/Seríamos paralíticos.//Si nadie, nunca,/Nos hubiera hablado, Seríamos mudos.//Si nadie, nunca,/Nos hubiera sonreído,/-y mirado-/Seríamos ciegos//Si nadie, nunca,/Nos hubiera amado/No seríamos/   “nadie”. (Paul Beaudiquey).

    Amar sí, acción-vínculo fundacional, posibilitante. ¿Y amar, en un sentido amplio, no es, entre otras cosas, es cierto, pero de manera fundamental, hacerse cargo de nuestra y la otra fragilidad de quien con su presencia nos interroga? ¿Y no es este “tomarse en serio”, con cuidado, a otro, toda una decisión ético-política?

    Las palabras del poema citado nos remiten también a Buber: el yo-tú, si se deja tocar por el llamado de la otredad, si se la “toma en serio”, si, en un sentido amplio, la ama, se esforzará por nunca convertir al prójimo en un “ello”. Porque así como existe la “palabra primordial yo-tú”, que arraiga en los laberintos y empeños del diálogo, existe también la “palabra primordial” yo-ello, cuya lógica se finca en la objetualización-instrumentación del otro. Instrumentalizar al otro es volverlo cosa, hurtarle el rostro, eludir el compromiso del cuidado de la fragilidad. Es violentarlo. Es, como dice Simone Weil en “La Ilíada o el poema de la fuerza”, reducirlo, en última instancia, a la condición de cadáver. Claro está que la filósofa francesa se refiere a un caso extremo de la objetualización, la que resulta de ejercer la violencia guerrera (la fuerza, la ira, la desmesura); con todo, aunque extrema, no es más que la radicalización del sentido profundo de la indiferencia: negarse al propio estremecimiento que el otro nos provoca para que ese silenciamiento nos permita inmovilizar, cosificándolo, al otro. Doble muerte del temblor –el propio, el ajeno- para que la pesadilla triunfe. Escribe Simone Weil: “La fuerza es lo que hace de quienquiera que le esté sometido una cosa. Cuando se ejerce hasta el fin, hace del hombre una cosa en el sentido más literal, pues hace de él un cadáver. Había alguien y, un instante después, no hay nadie” (Weil, 1990:11). Elusión del estremecimiento que vuelve al uno no una piel sino una armadura y al otro una cosa. Pesadilla…Lógica contraria a la amorosa que es precisamente un conmoverse, y comprometerse, con y ante la frágil riqueza de una persona que se nos aparece en su singularidad (su misterio, su rostro, dirá Levinas).

    Por supuesto que esta esquemática vindicación de la defensa de la fragilidad,  de la asunción de la inevitable condición binaria (yo-tú) del sujeto y de su también, para mí, ineludible circunstancia fisurada, y, en consecuente, amorosa, deseante, es un posicionamiento ético-político enfrentado a concepciones como las que sostiene Michel Onfray (filósofo a quien agradezco mucho, por otra parte, escritos como “La potencia de existir” y  “Teoría del cuerpo enamorado”) en su texto “La escultura de sí”, en el que hace la defensa de un sujeto sin fisuras, habitado por su propia autoafirmación monádica. No me parece casual que sea la figura del Condotiero (un refinado y elegante militar) en donde encuentra la cifra de su “moral estética”, es decir, en un guerrero, alguien alejado de los esfuerzos del diálogo. Creo que ahí donde no cabe el otro como parte constituyente del yo mismo, lo que aparecen son o el combate –las relaciones de fuerza entre dos voluntades- o el acuerdo pragmático (la ética del postdeber) atento a las conveniencias mutuas, pero no a ese vuelo de la trascendentalidad interior al sistema (la realidad deseada, formulada como valor, como utopía, para que sirva de guía en la construcción de una mejor humanidad posible) de la que habla Dussel.

    Por supuesto que exagero y simplifico, porque la propuesta de Onfray es también una disputa con la manera habitual de concebir la aventura ética como nacida del encuentro culpígeno con el otro y no como una fiesta. Es una apuesta por fincar la voluntad de valor en el gozo de sí. Y esto es también una actitud libertaria en lo que tiene de oposición a la ética patriarcal dominante.. 

    A lo dicho, es preciso agregar que quizá es necesario trascender las formulaciones antinómicas, de tal forma que el sujeto constituido complejamente como yo-tú y el sujeto autoafirmativo de la escultura de sí, puedan ser dos momentos del difícil proceso de constitución de la persona.

    Creo que, en este momento, de cara a las condiciones de violencias múltiples de nuestro país, que intentan tanto por el lado gubernamental como por el delincuencial, detenernos, inmovilizarnos, cosificarnos, nos es necesario articular los dos paradigmas axiológicos mencionados, que quizá puedan entretejerse en la imagen del bailarín y de la bailarina: esos apasionados cultores del gozo de sí, que se saben frágiles –la danza es un oficio de la desnudez, de la exposición, del riesgo- y que bailan dialogando con el otro. 

    Quizá lo que planteo es todavía demasiado “literario”, y posiblemente esté muy ceñido al ámbito de la proximidad y la micropolítica. Pero es que es en esos territorios donde encuentro la mayor aportación, digamos, aunque suene exagerado, “civilizatoria” de la danza.

    Estoy convencido de que la vida cotidiana es el territorio verdaderamente definitorio de la validez de la ética, la historia y la política. ¿En qué otro sitio se vive sino en el día a día, en la densidad del mundo que se comparte con los otros? Densa, y al mismo tiempo, evanescente inmediatez del estar juntos que la práctica de la danza nos recuerda de manera ineludible. Porque  danzamos con los prójimos y las prójimas –es decir, sudamos, olemos, somos olidos, cargamos, somos cargados, tocamos, somos tocados, adivinamos, somos barruntados a los otros y por los otros-. La danza es una experiencia que nos confronta con los riesgos, goces, retos, responsabilidades, abismos, venturas y desventuras de la ineludible proximidad. La danza es también una actividad de desnudez, no sólo física, sino fundamentalmente afectiva, óntica: quien danza, se abre. La danza es además un recordatorio de que es posible vivir con alegría: quien se mueve, descubre las sonrisas de su cuerpo. Por todo esto, la danza es una radical invitación a hacerse cargo, responsablemente, de la fragilidad y la dignidad de los otros. En este sentido, la danza es toda ética, toda política.



        Y lo dicho se vive casi siempre al interior de colectividades: el grupo de danza, la escuela, el salón de clases, la tribu de amigos, el campo artístico. Se trata de pequeñas comunidades en las que la corta distancia de las relaciones magnifica las repercusiones del buen o el desprolijo trato. Agréguese la circunstancia de que en este trato no sólo intervienen las diversas vertientes de la dimensión fáctica, sino también los laberintos y fantasmas de nuestra condición deseante. La danza es también, por lo tanto, un llamado a la cuidadosa escucha de la complejidad de la persona.



    Y todo esto ocurre en situaciones en las que la distribución de poder es desigual: coreógrafo-intérprete, profesor-estudiante, crítico-grupo dancístico, hombre-mujer. Y de esta desigualdad, de esta complejidad y frágil riqueza hay que hacerse cargo para potenciar todo lo que de civilizatorio tiene la danza. 



    Si señalo lo anterior es porque me parece que todavía es tarea pendiente para un número considerable de hacedores de la danza asumir cabalmente las implicaciones ético-políticas de nuestra práctica. Implicaciones liberadoras, enriquecedoras de la experiencia, necesarias e ineludibles en una sociedad tan despiadadamente patriarcal como la nuestra. Paradigma autoritario que sojuzga de manera desigual pero incluyente a mujeres y hombres. A nadie hace libre el patriarcado.



    Me parece que los hacedores de la danza de nuestro país podemos aportar la necesaria fineza de trato en el terreno de la micropolítica que nuestro arte nos demanda a los esfuerzos colectivos por construir una sociedad justa. Hay que tomarse en serio eso de que la que danza es un escándalo para el pensamiento autoritario. Hay que tomarse en serio lo que significa danzar en un país gobernado por la derecha clerical enemiga, entre otros, de los derechos corporales del ciudadano y la ciudadana. Y también hay que tomarse en serio el negarse a la aparente fatalidad de la cosificación capitalista, en cualquiera de sus vertientes: la de la violencia legitimada del capital “decente”, la de la violencia ilegítima y brutal del capitalismo delincuencial. Claro está que no son lo mismo, pero sí comparten un esencial desdén por la sacralidad de la persona. Y la danza nos recuerda que toda persona –irremediable y venturosamente encarnada- es sagrada, es decir, que posee una dignidad original de la que debemos hacernos responsables.        



    Recuerdo a los jóvenes bailarines y coreógrafos de diversas ciudades de nuestro país con los que compartí el Seminario Nacional de Composición Coreográfica (que se realizó en la Ciudad de México en noviembre-diciembre del 2010), recuerdo también a los maestros y estudiantes de danza que participaron del Ciclo de Coreógrafos a finales del año pasado, y rememoro también a mis compañeros y compañeras del campo y me lleno de esperanza: por su calidad y calidez humana, por su comprometida y propositiva audacia artística, por su disposición a escuchar, por su alegría y sus muchísimas preguntas y elaboraciones. Me digo, sobre todo, si estos jóvenes son tan luminosos es porque ha habido un esfuerzo social para propiciar y acompañar su decisión de construirse transparentes y comprometidos. Esfuerzo del que forman parte sus profesores – en su mayoría bailarines y coreógrafos que iniciaron su vida profesional hace treinta años y que fueron herederos de los fundadores-. Me digo, hay una sociedad mexicana que se quiere digna, feliz, no avasallada. Es con la comunidad con la que deseo bailar. Es la que deseo ayudar a construir, es por la que estoy aquí compartiendo estas apresuradas palabras.



   







 













Bibliografía



Aucouturier Bernard, Los fantasmas de la acción y la práctica psicomotriz, Editorial GRÁO, Barcelona 2004



Buber Martin, Yo y tú, Nueva Visión, Buenos Aires 1977



Dussel Enrique, Ética de la liberación, Trotta Madrid 2002



Dussel Enrique, Filosofía de la liberación, AFYL, México 1989



Levinas Emanuel, La huella del otro, Taurus, México 1999



Onfray Michel, La escultura de sí, por una moral estética, Errata Naturae y Universidad Autónoma de Madrid, Madrid 2009



Sánchez Meca Diego, Martin Buber, Herder, Barcelona 1984



Weil Simone, La fuente griega, Jus, México 1990   

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