domingo, 26 de febrero de 2012

Cartas del vino tinto para la vino blanco (Ketzali)

I

Para responderte en qué lugar me encuentro tengo que hablarte de las miradas de mi padre y mi madre. Esta entrada ya es una manera de ir contestando: me hallo en un momento de recuentos y destilaciones, de confrontación con la segura muerte, de definiciones de lo que “amo y defiendo”, de arraigo en lo que me es amado e irrenunciable y que de muchas maneras tiene su cifra –su origen, más bien- en esas formas de mirar. Mi padre, ojos de inteligencia cargada de ternura, mi madre, ojos de inteligencia que construye el azoro. En los dos, una inmensa capacidad de vivir la voluntad como miríadas cotidianas de generoso tacto. Amor donándose como ampliaciones de posibilidades de experiencia para sus –nosotros- vástagos. Voluntades de nombrar, entender, mejorar, compartir. Entre los dos edificaron una casa que siempre fue una suerte de “morada de todos”. Casa donde corrieron niños y niñas con sus juegos, el viento, los gritos, las músicas, la literatura, la escena, la política, los gatos y perros adoptados y los y las adolescentes con su audacia, su injusticia, su obscenidad y su ternura. Casa también de encuentros y desencuentros del afecto, porque, a veces, ese jardín, se pobló de pedruscos astillados. Pero, básicamente, casa de la piedad, la discusión, el ágape, y, muy importante, lugar para el debate con los prejuicios. Padre, madre, hermana, hermano, mi persona, “imprudentes” e “insensatos”, cargados de delirios y de exigencias éticas. De ahí, esa extraña mixtura que a unos les parece rigidez y a otros locura. Rebeldía etizada. Incendio del imperativo de la congruencia. Beligerancia ineludible con el cinismo y sus razones de acomodo. Hillesumianos. Spinozianos. Weilianos. Sobrevivientes del -¿o la?- jerem. Difíciles pero inmensa e irrebatiblemente tiernos. Los míos: de ahí provengo, ese es mi humus, a esa estirpe de marinos pertenezco. Lo celebro.

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