jueves, 24 de mayo de 2012

Marusa, la liebre y la tortuga


Oficio de tinieblas, la medianía. Siembra granos de ceniza en el más feraz de los cultivos. La sombra es su producto, constreñida floración de lo que se regó con vinagre: fruto en cardo devenido. Con Marusa, amar fue el saboteado jardín de las pasiones tristes. Marusa le decía “No me imagino haciendo el amor contigo” mientras se aposentaba en la extensión de sus abrazos. “No quiero un vínculo sexual entre nosotros”, murmuraba, al propio tiempo que el manar de su entrepierna perfumaba la mano viajera de su amigo. “No acaricies mis nalgas”, le pedía mientras se arropaba feliz entre las sábanas. “No beses mis pezones” que se erguían rosados y elusivos. “No me mires cuando me desvisto”, “quiero dormir, estrictamente dormir junto a tu lado, en tu cama”. “Te beso en los labios pero como amiga”   “Si alguna vez hago el amor contigo será porque me excito mucho al final de mi período”. Marusa, la Venus de las Hieles. K., el enfermo de esperanza, atrapado su amor y su deseo en la irresoluble ecuación de la aporía. Alguna vez, los Andes les regalaron una noche de piscinas termales en medio de una helada oscuridad en la montaña. Desnudos, frente a frente, separados por un borde del que apenas sobresalían los rostros, K. le pidió un beso que honrara el silencio y la soledad que sus amigos cómplices les obsequiaban. Pero Marusa repitió el “no”. El “no” con el que siempre tributó su poderío. Dueña de la balanza desigual en la que se enredaron con la nada. ¿Triunfo de quién? La Muerte tuvo permiso. Victoria de la sal y la mortaja.

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