Oficio de tinieblas, la
medianía. Siembra granos de ceniza en el más feraz de los cultivos. La sombra
es su producto, constreñida floración de lo que se regó con vinagre: fruto en
cardo devenido. Con Marusa, amar fue el saboteado jardín de las pasiones
tristes. Marusa le decía “No me imagino haciendo el amor contigo” mientras se
aposentaba en la extensión de sus abrazos. “No quiero un vínculo sexual entre
nosotros”, murmuraba, al propio tiempo que el manar de su entrepierna perfumaba
la mano viajera de su amigo. “No acaricies mis nalgas”, le pedía mientras se
arropaba feliz entre las sábanas. “No beses mis pezones” que se erguían rosados
y elusivos. “No me mires cuando me desvisto”, “quiero dormir, estrictamente
dormir junto a tu lado, en tu cama”. “Te beso en los labios pero como amiga” “Si alguna vez hago el amor contigo será
porque me excito mucho al final de mi período”. Marusa, la Venus de las Hieles.
K., el enfermo de esperanza, atrapado su amor y su deseo en la irresoluble
ecuación de la aporía. Alguna vez, los Andes les regalaron una noche de
piscinas termales en medio de una helada oscuridad en la montaña. Desnudos,
frente a frente, separados por un borde del que apenas sobresalían los rostros,
K. le pidió un beso que honrara el silencio y la soledad que sus amigos
cómplices les obsequiaban. Pero Marusa repitió el “no”. El “no” con el que
siempre tributó su poderío. Dueña de la balanza desigual en la que se enredaron
con la nada. ¿Triunfo de quién? La Muerte tuvo permiso. Victoria de la sal y la
mortaja.
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